Sintra, el rincón del último rey portugués

A media hora de Lisboa, la monarquía lusa construyó su punto de fuga cultural

Me apetecía viajar a Portugal. Uno de los alicientes era satisfacer la curiosidad insana por saber, quizá para poner las barbas a remojar, cómo encaja la sociedad lusa el rescate internacional de su economía y los durísimos ajustes a los que está sometida (el IVA subirá al 25% el próximo año).

Es un país de orgullo silencioso y de frágiles equilibrios. Resignado, pero con ciudadanos amantes de su trabajo. Extremadamente profesional. Me recordó a la España retratada en nuestra filmografía seria de los 70: sinceridad, humildad y entrega. O sea, poco que ver con Fernando Esteso.

Portugal es cordial por el océano que la separa de la sociedad española contemporánea.

Allí, los camareros, los guías, los dependientes, los arquitectos y hasta los funcionarios lo son por vocación. Y eso se nota, como es indisimulable la creciente desidia que domina el sector Servicios español, refugio, cada vez más, de las gentes que lo necesitan pero que no aman a su trabajo.

Fruto de esta vocación, quizá, los empleados del aeropuerto de Lisboa se esfuerzan en minimizar el sufrimiento que supone aterrizar en la peor gran terminal europea, y van unas cuantas, que he pisado. La única cinta operativa de entrega de equipajes para todos los vuelos muestra la crueldad del tránsito.

Pero aún así, las maletas llegan en forma y tiempo y el viajero tarda poco en pisar la capital. Si ése es su destino.

Pongámosnos románticos

Lisboa es una urbe permanentemente atascada –la población oscila de los tres millones durante el día a los 600.000 ciudadanos que duermen en ella— con todos los inconvenientes que esta elasticidad supone. La capital, tumba del Tajo, génesis del mar de la Paja y cuna del último rey luso, mantiene una estrecha relación con el rincón que pretendo descubrir. El segundo acicate de la escapada.

Sintra, el lugar se alcanza en tren o en coche en apenas 30 minutos desde Lisboa, fue la ostentosa sepultura de la monarquía portuguesa y puede que el sueño del magnate estadounidense William Randolph Hearst, aunque de esto último no estoy muy seguro.

Escondidos allí y centrados en sus distraídos asuntos, el arte y la caza –algunas cosas no cambian y superan fronteras—, los monarcas lusos dimitieron de pilotar el país. No supieron gestionar los aires republicanos que agitaban todo el reino en el siglo XIX.

La reina Amelia, fea con alevosía, como toda la casa de Orleans de la que descendía, paseaba junto a su hijo, el último rey, Manuel II, y sus perros por los patios del Palacio de Peña mientras el paradigma político se desmoronaba más allá del ahora parque nacional y recinto catalogado como patrimonio cultural. Pero gracias a la pasión de reyes, esas salas y patios se consideran la plasmación de la esencia misma del romanticismo, el movimiento artístico que floreció ese mismo siglo.

Todo bajo un mismo techo

Peña se alzó para recoger todas las tendencias posibles. Se respiran influencias moriscas, medievales, neogóticas y orientalistas. Los reyes portugueses materializaron, mucho mejor, el sueño de Hearst: que todo cupiera bajo un mismo techo. Hasta templos romanos y griegos quería el estadounidense.

La diferencia en Sintra es la calidad de los artesanos y arquitectos y que, aunque lo parezca, no hay excesos. Por lo contrario, el castillo de Hearst, construido en California en el siglo XX, es una horterada.

La sierra de Sintra, la cordillera cuyos peñascos corona el palacio, se conoce desde tiempos inmemorables como la montaña de la Luna. Es un atracón para los amantes de la botánica y uno de los pocos lares europeos en los que se pueden visitar las majestuosas secuoyas. La zona, es en realidad el jardín de Peña, con especies traídas de todo el mundo. Mezcladas sin ton ni son, como buena cosa romántica.

El rey mecenas, Fernando II –padre del marido de Amelia–, está detrás de todo ello. Amante de la ópera y del coleccionismo, pero un dejado en asuntos de Estado, aparcó allí la corona sin que sus descendientes hicieran mucho por recalar de nuevo en Lisboa.

Templo de la tempura

La verdad es que entiendo perfectamente a los reyes portugueses. El magnetismo de la zona es incontrolable y, además, las actuales tentaciones (las decentes, claro) numerosas. A los pies de la montaña de la Luna, se alza el Palacio de Peña para los estresados de hoy en día.

El hotel Penha Longa toma el relevo para quienes busquen la esencia del romanticismo. Menos cazar, se hace de todo. Pero les recomiendo sentarse frente a una ventana y alternar la lectura con la contemplación del paisaje. Un spa, bastante seductor, y uno de los mejores campos de golf del país son las alternativas básicas a la contemplación.

En el recinto, las dos recomendaciones gastronómicas de la ruta. El asiático Midori, el templo portugués de la tempura, y un Arola. El cocinero catalán sólo logró sorprenderme con los postres, a base de pistachos, helado y yogurt. Lo demás, me pareció sobrevalorado a pesar de la devoción que sienten allí por sus patatas bravas. En Sintra, Arola hace un giño a la gastronomía local y acompaña la fideuà catalana con bacalao portugués.

Si les pica la curiosidad aprovechen, el precio medio es de 50 euros. La mitad de lo que pide Sergi en otros rincones.

Datos básicos para viajar

Compañía aérea: easyJet
Duración del vuelo: 50 minutos desde Madrid y 90 minutos desde Barcelona
Hotel: Penha Longa
Contacto: Parques de Sintra
Restaurante recomendado: Midori
Excursión organizada: Tour en bus

a.
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