Siguiendo los pasos de Cela por La Alcarria

Una de las pocas cosas positivas que ha traído el fatídico 2020 es la recuperación de algo de brío y vida en esa a la que se ha dado en llamar ‘La España Vacía’

Torija, La Alcarria. Fot: Getty Images.

La implantación del teletrabajo y la búsqueda de entornos en los que poder respirar aire puro y limitar el contacto físico a pequeñas comunidades ha traído consigo un tímido resurgir de esos pueblos en los que las escuelas desaparecen y la población envejece irremisiblemente, sabedora de que en unos años, décadas a lo sumo, las casas que ellos conocieron rebosantes de vida caerán en un silencio eterno.

Con un escenario muy diferente se encontró, hace más de 70 años, un jovencísimo Camilo José Cela mientras recorría una veintena de pequeños pueblos de la comarca castellana de la Alcarria.

Viaje a la Alcarria

‘El Viajero’ – como se autodenominaba Cela en sus notas y escritos del viaje – narraría, en su habitual estilo directo, sincero y fresco, las aventuras y desventuras de su periplo en su icónica obra Viaje a la Alcarria (1948). Fue su primer ensayo sobre la España profunda.

Fortaleza medieval de Torija. Foto: Getty Images.

Don Camilo halló una España rural que aún intentaba salir de la dura y larga posguerra. Unos pueblos en los que sus gentes trabajaban de sol a sol en unos campos en los que aún quedaban enterrados casquillos de balas y bombas sin detonar. Sobre todo ello escribió el que fuera Nobel de Literatura, amante de los paisajes, pero embrujado por la gente.

Hace un tiempo, decidí recorrer parte de la ruta que siguió aquel Cela treintañero al que el mundo aún no había defraudado. Durante unos días, vagabundeé por ese “hermoso país al que la gente no le da la gana ir”, tal y como él definía a la Alcarria.

La Alcarria era, para Cela, un «hermoso país al que la gente no le da la gana ir»

Primera parada, Torija

Comencé mi aventura en Torija, del que Cela escribía “es un pueblo subido sobre una loma… Tiene un gran aspecto, con su castillo y la torre cuadrada de la iglesia”. Precisamente ahí, en el castillo, me encontré con el pintor alcarreño (no de nacimiento, pero sí de adopción), Jesús Campoamor.

Fue él quien me enseñó el primer museo del mundo que se le dedicó a un libro. Y es que en 1995 abrió sus puertas el Museo del Viaje a la Alcarria.

Museo de Viaja a la Alcarria en Torija. Foto: Carma Casula | Cover | Getty Images.

La idea del museo surgió como solo pueden concebirse las grandes ocurrencias: en una cena en la que se bebió y comió en abundancia. La forjaron entre Campoamor y otro grande de la escritura de viajes, Manu Leguineche.

Ambos eran amigos cercanos de Cela y decidieron rendir tributo a su obra recopilando, entre otros tesoros, fotografías de la Alcarria de posguerra, ediciones del libro en distintos idiomas, instrumentos artesanales de la época e incluso un facsímil del cuaderno de notas en el que Cela plasmaba sus pensamientos y descripciones durante el viaje.

En Torija está el primer museo del mundo dedicado a un libro, el Museo de Viaje a la Alcarria

Brihuega

El mismo Leguineche vivió durante largos años en el pueblo que sería mi segunda parada: Brihuega. Su casa, desde la que se dominan los campos del fértil valle del Tajuña, presenta una fachada naranja que contrasta con el aspecto medieval de una villa que Don Camilo describió así: “Brihuega tiene un color gris azulado, como de humo de cigarro puro. Parece una ciudad antigua, con mucha piedra, con casas bien construidas y árboles corpulentos”.

Comprobé en primera persona que así era, pues aún se erguía en pie la bella Real Fábrica de Paños – un melancólico legado de la industria del siglo XVIII -, la iglesia románica de San Felipe, y la vieja Puerta de la Cadena, que seguía marcando el acceso al antiquísimo entramado de callejuelas medievales del pueblo.

Real Fábrica de Paños de Brihuega. Foto: Carma Casula | Cover | Getty Images.

Me enterneció saber que frente a esa misma puerta ‘El Viajero’ se detuvo a tomar notas y enseguida fue rodeado por varios curiosos que lo tomaron por un erudito. Yo también escribí en un pequeño bloc, pero, como es normal, nadie reparó en ello.

Tampoco había rastro de los trasquiladores de ovejas o las lavanderas de las que Cela escribió “hay un momento en el que el viajero ve hermosas a todas las mujeres”. Brihuega, en cambio, aparecía adormecida, encontrando solo algo de movimiento en su plaza del Coso. A ella se asoma ahora el Ayuntamiento, junto a una antigua cárcel de tiempos de Carlos III y unas milenarias cuevas árabes.

El Tajuña

A escasa distancia de la plaza, bebí agua fresquísima de una fuente con doce caños. Un señor pasó junto a mí y, sin que se lo pidiera, con esa bonhomía propia de los pueblos de interior, me contó que una leyenda aseguraba que la muchacha que bebiera de los doce caños encontraría un buen marido. No sabía si eso se podía aplicar también a los hombres, pero a día de hoy sigo soltero.

Fuente de los doce caños de Brihuega. Foto: Getty Images.

Conversamos un rato y, mientras contemplaba, en el Museo del Pastor de Masegoso de Tajuña, los aperos de labranza, antiguas ropas y cómo era una vivienda de los años 60, recordé las palabras de aquel viejo: “esto ha cambiado mucho. Mira mis manos. Encallecidas, como toda mi piel. Pero ya nadie quiere trabajar en los campos. Es una vida dura que nadie quiere afrontar”. Tanto era cierto, que el vestigio de esa vida dura comienza a guardarse en museos. Por lo que pueda pasar.

Masegoso pareció a Cela “un pueblo grande”, pero no contaba con más de 250 habitantes. Hoy quedan 65.

El Tajo y el Cifuentes

No lejos de Masegoso me encontré con Cifuentes: “un pueblo hermoso, alegre, con mucha agua, con mujeres de ojos negros y profundos”. Cela llegó a él junto a un nuevo amigo y su burro, que se llamaba Gorrión.

Admiré el impresionante castillo medieval (siglo XIV), encaramado a un cerro desde el que se puede disfrutar de una panorámica espectacular. Siguiendo a Don Camilo, también visité la Casa de la Sinagoga – que trae al recuerdo la importante presencia judía que hubo en Cifuentes durante la Edad Media –, el antiguo Hospital del Remedio y los conventos de San Blas y San Francisco.

Cifuentes. Foto: Turismo Castilla-La Mancha.

Los monumentos eran impresionantes, pero, como me pasó en los otros pueblos, eché de menos encontrarme con alguno de los personajes variopintos a los que Cela cedió protagonismo en sus líneas de Viaje a la Alcarria.

Algún rastro de ellos, sin embargo, encontré en Trillo. De ellos y de la naturaleza de la vieja Alcarria. Y es que “Al llegar a Trillo, el paisaje es aún más feraz. La vegetación crece al apoyo del agua y los árboles suben, airosos…”. Las aguas de los ríos Tajo y Cifuentes son las principales culpables de la exuberancia natural que se apodera del pueblo. Y es que, por el mismo centro de Trillo pude caminar junto a preciosos y violentos saltos de agua, encajonados entre murallas de piedra y dando vida a árboles y plantas que parecen emerger de cada rincón.

Entre tanta flora, casi pasaban inadvertidos los monumentos patrimoniales en piedra, como las ruinas del Monasterio de Santa María de Óvila, el puente tendido sobre las aguas del Tajo y la antiquísima Casa de los Molinos, mencionada por primera vez en unos documentos del siglo XIII.

Exuberancia natural en el mismo Trillo. Foto: Getty Images.

Viaje en el tiempo

La gente de Trillo le pareció a Cela “amable, obsequiosa y con deseos de agradar”. Incluso le presentaron al alcalde, que era sastre. Yo no tuve tal suerte, pero no estuvo nada mal conocer el pueblo de la mano de Niba, una viajera en el tiempo que venía del Trillo de principios del siglo XX, y que me regaló una de las visitas teatralizadas más divertidas y completas de las que he disfrutado en mi vida.

Llegaba el momento de poner el punto y final a mi ruta en el Monasterio de Monsalud, en la localidad de Córcoles. Allí las cosas habían cambiado poco y encontré “los muros, cubiertos por la yedra, de un convento en ruinas, rodeado de olmos y nogueras”.

Aunque Don Camilo no entraría en Córcoles, sí que se echaría una buena siesta en el monasterio antes de proseguir viaje hacia Sacedón. Desde su lugar de asiento vería “campos de anís, de un verde brillante, y olivares aún jóvenes, bien cuidados, de un verde ceniciento”.

Los olivares habían crecido y parecían haberse multiplicado. Por lo demás, la paz me pareció tan profunda como la que debió encontrar Cela mientras anotaba esas reflexiones en su diario. Quería, como él, echarme a dormir. Sin embargo, sentía que quizás, al despertar, aquel bello vestigio del mundo rural, sincero, hospitalario, reflexivo y bucólico, hubiera desaparecido para siempre.

a.
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