Praga, la melancolía más bonita del otoño

La capital checa presenta un catálogo de estilos, que van del esplendor de la realeza de los Hasburgo a la elegancia del art decó del siglo XX

En Praga, a unos pocos pasos de la plaza del Ayuntamiento, hay una famosa tienda de juguetes de madera. Manufaktura, de ella se trata, cuenta con dos plantas llenas de marionetas, trenes, soldaditos y muñecas realizados en forma artesanal, con un delicado esmero y que funcionan como los autómatas de otra época. Estas pequeñas obras de arte son, quizás, una de las mejores síntesis de la ciudad que las acoge. Como estos juguetes, Praga se presenta delicada, fascinante, y pareciera que en su tranquilidad siempre tiene motivos para sonreír.

Razones no le faltan. La capital de la República Checa es un mosaico de estilos: el gótico en Stare Metso (Ciudad Vieja) y en el Castillo con su Catedral de San Vito, el barroco en el famoso puente de Carlos IV y sus estatuas de santos, una mezcla de renacimiento y barroco tardío a lo largo de la calle Nerudova Ulice, en la zona de Malá Strana (Barrio Pequeño), varias muestras de art-decó en hoteles, bares y restaurantes de Nove Mesto (Ciudad Nueva), y diversos toques de modernismo en las afueras. Y porque nada es perfecto, también hay horribles edificios racionalistas, típicos de la arquitectura soviética de los años 60, en los suburbios de la ciudad.

Praga tuvo suerte: atravesó la sangrienta disputa religiosa y política de la Guerra de los Treinta Años, se salvó de ser arrasada por la barbarie nazi tras el vergonzoso pacto que Hitler firmó con Gran Bretaña y Francia en 1938; y en 1968, cuando los tanques soviéticos cortaron de raíz la Primavera de Praga, la ciudad mantuvo su estructura intacta.

Sus habitantes ya están acostumbrados a tratar con el turismo. Si se compara los precios de comidas y hoteles de las últimas décadas, se deduce que ya están demasiado acostumbrados y no pierden la oportunidad de hacer buenos negocios. Sin embargo, todavía sigue siendo un destino que es accesible, y con algo de suerte más un poco de paciencia, para el otoño se puede conseguir alojamiento en elegantes hoteles de tres estrellas y cuatro por menos de 50 euros, como en el Hotel Unión; aunque si se quiere gastar entre 200 y 300 euros se puede tener el capricho de dormir bajo la elegancia que presentan The Grand Mark Prague o el Alchymist Nosticova Palace.

Descubriendo Praga con las hojas caídas

Estos meses en que hay menos horas de luz y el termómetro cae en picado, conviene caminar desde temprano. Por suerte, los principales puntos turísticos están muy cercanos entre sí, con el río Moldava cortando la ciudad como un tajo, y sus casas renacentistas asomando a la ribera. Si hay cansancio en los pies, se recomienda usar el tranvía, que le da un bonito toque de nostalgia; y dejar para otro momento el fatigante ascenso al Castillo, la postal más famosa de la ciudad.

Precisamente, luego de fascinarse con el gótico flamígero de la Catedral de San Vito, la joya de la corona del Castillo es el Callejón de Oro, una calle medieval donde se agrupan una veintena de casas bajas, todas pintadas de colores diferentes en tonos pastel. En el siglo XVII, alojaban a orfebres y joyeros –origen del nombre-, y actualmente, por ser uno de los paseos más famosos, se encuentran artesanos que ofrecen elaborados recuerdos para los turistas.

Hay otras calles menos famosas, pero sí más insólitas. Por ejemplo, en Malá Strana, hay unas callejuelas que desembocan en el Moravia, que son tan estrechas que tienen un semáforo en la parte superior: si alguien desea pasar, tiene que pulsar el botón para que ningún incauto le cruce el paso del otro lado.

Perderse por las calles de Praga es como viajar en el tiempo. O en lugares como el Cementerio Judío, pareciera que no existen los relojes. El lugar está con el mismo desorden de lápidas que en la Edad Media, y si el día es nublado, se percibe un cierto sentimiento de congoja y pesadumbre.

El espíritu de Franz Kafka

Es que Praga guarda un toque melancólico. Es ese sentimiento que llevó a Franz Kafka, uno de sus ciudadanos más famosos, a escribir sus obras más reconocidas. Justamente, a la vuelta del puente de Carlos IV se encuentra el museo que homenajea a este novelista checo que escribía en alemán. Moderno y didáctico, prologado por una gigantesca letra K, este museo permite conocer su vida y obra; sobre todo, sentir la atmósfera agobiante de ‘El Proceso’ o ‘El Castillo’ cuando se ingresa en una sala que representa a un gigantesco archivo burocrático, donde varios cajones enseñan fragmentos de sus novelas.

A fines del siglo XIX y principios del XX, cuando era una de las ciudades más distinguidas del Imperio astrohúngaro, Praga vivió un período de esplendor económico que se reflejó en los edificios y salones de estilo art decó, como el del Hotel Europa; y también de art nouveau, como en la Casa Municipal, en la Plaza de Wenceslao y en la avenida Nacional. Y claro, de esa movida cultural surgió el artista más representativo del art nouveau: Alfons Mucha, que aunque era nativo de la cercana Brno, vivió un tiempo en la capital checa.

Praga tiene una saludable tradición gastronómica, fiel a la costumbre de los países de Europa central. El frío que comienza a sentar sus reales se combate, sobre todo luego de una intensa caminata, con un buen plato de sopa (llamada polevka), combinado con guiso de cerdo y cebolla y salchichas de tamaño extra large. O un abundante gulash (en rigor, un plato húngaro), de ñoquis y carne troceada, servido en el interior de un inmenso pan de forma esférica. Y todo regado con la cerveza Pilsen Urquell, la más famosa de Chequia.

El reloj más famoso de la ciudad

De vuelta a la Ciudad Vieja, tras deleitarse con las habilidades de los músicos callejeros, y luego de perderse por las calles de adoquines, hay que llegar a la Plaza del Ayuntamiento a cada hora en punto. En ese momento, el delicado y complejo reloj astronómico comienza su baile de figuras: mientras suenan las campanas, salen a escena los Doce Apóstoles, y las alegorías de la lujuria, la muerte, la vanidad y la avaricia mueven sus brazos, piernas y cabezas. Con más detenimiento, hay que contemplar los detalles del cuadrante astronómico, el anillo zodiacal y las esferas que representan al sol y a la luna.

Dice la leyenda que en 1490, cuando los ediles de Praga vieron la magnífica obra de arte que era este reloj, dejaron ciego al maestro relojero Hanuš, para que nunca pudiera crear una maravilla igual. Su ayudante, Jakub ÄŒech, se cobró venganza e introdujo una mano en el mecanismo para bloquear los engranajes. Pero no pudo quitarla y prefirió quedar manco de por vida antes que dejar impune la crueldad con su maestro.

Esta puede ser otra síntesis de Praga: un sacrificio en nombre de la belleza. Sus habitantes han sufrido invasiones, hambruna, pobreza y represiones. Sin embargo, mantuvieron su orgullo intacto, y lo demuestran conservando con elegancia una de las ciudades más bonitas de Europa.

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