Berlín, la ciudad que resurge de sus cenizas

Un paseo de 48 horas por la capital de Alemania, con un repaso de la fascinante (y trágica) historia de la ciudad

En mayo de 1945, Berlín era mar de escombros, destrucción y ruinas. Es la misma ciudad que, medio siglo después, encabeza la vanguardia y la modernidad en Europa. Esta vez, los berlineses no ocultan su pasado debajo de la alfombra, pero ahora miran más allá del presente inmediato. Sus edificios y su ritmo de vida lo evidencian.

Pero como hay poco tiempo, hay que exprimir el paseo al máximo. Y gracias a que Berlín es un territorio plano, la bicicleta se impone como la forma más cómoda y rápida para visitar los principales puntos de interés en dos días de visita exprés.

Sábado por la mañana

La Puerta de Bradenburgo tiene la dudosa fama de ser uno de los sitios turísticos más decepcionantes del mundo, junto con la fuente de Canaletas en Barcelona y el Manneken Pis de Bruselas. No se qué esperan los turistas, quizás algo más colosal, pero la puerta es el escenario donde han transcurrido tantas escenas de películas de espías que sigue atrayendo. Una serie de adoquines marca por donde pasaba el infame Muro de Berlín, y las cruces blancas recuerdan a los infortunados que pagaron con su vida el intento de cruzarlo.

Frente a la puerta se despliega el Tiergarten, un inmenso parque que, en su rotonda central, despliega la Siegessäule (Columna de la Victoria) y su famosa Victoria alada, donde los ángeles de Win Wenders solían posarse para contemplar esta ciudad de 3,5 millones de habitantes.

De regreso a las cercanías de la puerta se encuentra el Reichstag (Parlamento), donde la cúpula vidriada de Norman Foster es otra visita imperdible, un recorrido circular de espejos que al llegar al final ofrece unas hermosas vistas del distrito administrativo de la capital alemana, una profusión de vidrio y acero para recordar dónde se encuentra la locomotora de Europa.

Sábado por la tarde

Pero si hay un sitio que le gusta combinar lo moderno con lo clásico es la Potsdamer Platz. Esta plaza, durante la Guerra Fría, era el patio trasero de las dos mitades de Berlín. Por el medio cruzaba el Muro, y a todos le daba mal fario pasar cerca de allí. Ahora, es un colosal centro de vidrio y acero, de luces que cambian de colores, con una cúpula invertida que es una maravilla de la arquitectura, y que aloja a un centro comercial, al Sony Center, y a diversos edificios que compiten por llegar más alto. 

La Potsdamer Platz rebosa de restaurantes, desde los clásicos fast food que se encuentran en todas partes del mundo hasta el elegante Ristorante Essenza y su cocina internacional. Si se quiere aprovechar por lo típico, pues en cualquier bar de las cercanías sirven la Boulette (albóndiga frita de carne con perejil y cebolla), la Kasseler (costilla de cerdo ahumada) y la Kartoffelsalat (ensalada de patatas).

Los amantes de la historia moderna están a sus anchas en Berlín. Del nefasto período nazi se puede visitar el museo Topografía del Terror, en el antiguo cuartel de la SS, y a no mucha distancia se encuentra el memorial del Holocausto, un gigantesco laberinto de bloques de hormigón levantados en una suave loma, que flanquean un centro de interpretación y memoria de la deportación y exterminio de los judíos en Europa. Caminar por medio de los bloques, en silencio, da ciertos calambres en el alma.

“Si te ha dolido la guerra, prepárate para la paz”, decían con humor negro los berlineses tras su derrota en 1945. Su historia como punto caliente de la Guerra Fría se exhibe cerca de la turística caseta del Checkpoint Charlie, escenario de cientos de películas de espías; y donde los tanques de Rusia y Estados Unidos estuvieron a un palmo de liarla en 1961. Allí funciona un museo particular, meritorio e interesante, que permite conocer la historia de esta infame pared y de los métodos que más de 5.000 personas utilizaron para pasar del sector oriental al occidental.

Si se trata de cenar, se puede elegir por un Eisbein (codillo de cerdo en salmuera, con puré de guisantes), o si se quiere una opción más rápida y económica, pues el clásico Kebab que no necesita presentación, pero del que sí vale acotar que este plato de raíces turcas nació en esta ciudad, y de aquí se expandió al mundo.

Domingo por la mañana

Quienes se hayan quedado con ganas de ver los restos del famoso Muro pueden acercarse a la Bernauer Strasse, donde todavía queda un buen tramo donde se mantienen las casetas de los guardias, con un fragmento de “tierra de nadie” y sus alambradas. Solo faltan los perros ladrando, los focos iluminando y los soldados gritando “¡Atchung!” para completar el escenario.

Pero el arte hace un buen trabajo en otro trozo de muro que se encuentran en el East Side Gallery, donde en su kilómetro y pico de extensión los grafiteros dejan auténticas maravillas de arte urbano en este resto de pared.

Quién quiera llevarse un trozo a casa puede pasar por uno de los mercadillos que se montan el domingo, como el de Kunstmarkt, donde se venden trozos de todos los tamaños y pesos. Y también medallas, gorros militares y documentos de identidad de la RDA. Paradójico destino de lo que se supone que eran los mejores recuerdos del paraíso socialista alemán.

Domingo por la tarde

Vuelta a la zona monumental, cerca de la Catedral que parece una señora envejecida de tan gris que se encuentran sus muros (pero que deslumbra en su interior), se encuentra la Isla de los Museos. Aquí el punto es decidirse: el de Pérgamo es el más grande y recuerda que a principios del siglo XX los arqueólogos más renombrados eran alemanes, y cosa que descubrían se lo llevaban para Berlín. Así se puede la mesopotámica Puerta de Astarté, el inmenso altar griego de Pérgamo o las puertas del mercado romano de Mileto.

El Museo Nuevo, muy cerca, tiene como su joya la famosa cabeza de Nefertiti con su ojo vacío, y un valioso legado de momias, pergaminos y figuras funerarias del Antiguo Egipto y de la prehistoria.

El poco tiempo que queda es el que hay para darle fuerte al pedal y llegar hasta la Fernsehturm, la torre de televisión de 204 metros de alto que el gobierno socialista había construido como una demostración de poder ante sus vecinos capitalistas. Pero la broma salió mal: el arquitecto no tuvo en cuenta que el revestimiento de acero reflejaba la luz del sol en forma de cruz cristiana, todo un fastidio para los gobernantes de la RDA que propugnaban el ateísmo como religión oficial. Movidas políticas aparte, el restaurante giratorio de esta torre permite tener una buena comida tradicional de Berlín mientras se contemplan las luces que comienzan a tapizar la ciudad.

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