Tren de la selva: entre aromas de té y especias en Madagascar

Se tardan entre siete y diez horas en recorrer los apenas 165 km que separan Fianarantsoa y Manakara. Pero es un viaje que te cambia la vida

Viajar en este desvencijado tren supone una inmersión total en la realidad y la verdadera esencia de la isla de Madagascar, un lugar fascinante que se separó del continente hace millones de años y cuyo aislamiento explica su riquísima biodiversidad y su singularidad cultural.

Recorre unos 165 km, los que separan las Tierras Altas de las aguas del océano Índico e invierte entre siete y diez horas. Más, muchas más, son las historias, los paisajes y las imágenes, las tonalidades de verdes, las sonrisas de niños y los olores a té, canela y vainilla los que, junto al suave traqueteo del viejo Tren de la Selva, quedarán para siempre grabados en nuestra memoria.

El tren tarda entre siete y diez horas en recorrer apenas 165 km a una velocidad que no supera los 20 km/h pero ¿a quién le importa el tiempo con semejantes paisajes?

[Para leer más: Tren del Círculo Polar Ártico: bajo la aurora boreal noruega]

En las Tierras Altas

El viejo convoy inicia su trayecto en las Tierras Altas de Madagascar, a 1.100 m de altitud, a los pies de abiertos valles sembrados de arrozales, junto a la ciudad antigua de Fianarantsoa, y transcurre su viaje con paso lento hacia el este, a través de las plantaciones de té de Sahambavy, las únicas del país, para adentrarse más tarde en la espesa vegetación de la selva tropical y bajar hasta los 400 m de altura en Andrambovato y Tolongoina, la meca del plátano.

A partir de Manampatrana se desciende en paralelo al curso del río Faronny hasta alcanzar Sahasinaka, solamente a 100 m por encima del nivel del mar. Aquí, la carretera asfaltada discurre en paralelo al tendido férreo hasta la ciudad de Manakara, a orillas del océano Índico y última estación de este inolvidable viaje. 

TrenMadagascar. Foto Sergi Reboredo.

En función de la mercancía que transporte, el tren se configura de forma diferente. Foto: Sergi Reboredo.

El último tren de Madagascar

Los destartalados coches son de un color verde oliva con una raya horizontal amarilla. Todavía son visibles las palabras BAM debajo de la pintura corroída por el paso del tiempo. Por lo visto estos vagones prestaron servicio hace más de 80 años en los Alpes suizos a orillas del lago Ginebra en la línea de Bière-Apples-Morges.

En el interior, dos fotos en blanco y negro de una vaca pastando en las montañas alpinas y el cartel advirtiendo de que quien no tenga billete deberá pagar una multa de 3 francos, corroboran la historia. 

Desde Fianarantsoa a Manakara el tren funciona todos los sábados y martes del año, exceptuando averías y contratiempos, que son habituales. En sentido inverso sale los miércoles y domingos.

La locomotora es una antigua Alstom BB246 que consume más de 300 l de gasóleo en cada trayecto. Solo existe una locomotora, de ahí que los viajes sean en días alternos en las diferentes direcciones. Cuando el tren se avería, los mecánicos tienen que ser muy creativos ya que prácticamente no hay repuestos.

Por la ventanilla desfilan desde cultivos de arroz a la jungla maÌs densa. Foto Getty Images.

Por la ventanilla desfilan paisajes que van desde cultivos de arroz a la jungla maÌs densa. Foto: Getty Images.

En el Corredor del Este se calcula que habitan más de 200.000 personas, que estarían aisladas por completo del resto de la isla si no fuera por el paso del ferrocarril. En los últimos años el Tren de la Selva se ha convertido en todo un reclamo turístico y cada vez son más los viajeros que se interesan por este trayecto en un ejercicio de convivencia con la población local. 

Tierras de arroz, vino y fe 

El tren parte de Fianarantsoa a las 7.00 horas. Esta ciudad de apenas 200.000 habitantes es la capital de la provincia homónima y de la región de la Alta Matsiatra.

Peatonal, es famosa por su arquitectura de casas de ladrillo de dos pisos con techos escalonados y balcones de madera en voladizo, que se remonta a finales del siglo xix y principios del xx. Desde sus calles empedradas, en lo alto de la colina, se obtienen unas vistas excelentes del núcleo urbano y el paisaje circundante.

La integración entre el cristianismo y la cultura malgache nativa es total, prueba de ello son las seis iglesias con que cuenta la localidad, incluida la impresionante catedral de Ambozontany. También Fianarantsoa es tierra de vinos. Los monjes del monasterio de Maromby llevan haciendo desde hace siglos excelentes vinos blanco y tinto, además de un sabroso licor para el aperitivo, herencia de la presencia francesa en la isla.

Fianarantsoa. Foto Getty Images.

Fianarantsoa. Foto: Getty Images.

Sahambavy, a los pies del lago

El hecho de que la ciudad de Fianarantsoa no cuente todavía con las infraestructuras necesarias para el turismo hace que la mayoría de los viajeros occidentales esperemos al tren en la siguiente parada, Sahambavy, a 45 minutos de la primera.

El jefe de estación, impecablemente uniformado con pantalones negros y camisa blanca, se encarga de informarnos de si el tren ha salido puntualmente o no y a qué hora llegará. Un crucifijo colgando de su pecho nos recuerda que hay que tener fe: conviene tener presente que, si bien la hora de salida está fijada, la hora de llegada es siempre una incógnita. 

Entre brumas matutinas el tren hace su aparición en Sahambavy a las 7.45 h. La estación de tren está justo al lado de los cuidados jardines tropicales del Lac Hotel, el único alojamiento existente entre Fianarantsoa y Manakara. A orillas del lago de Sahambavy y junto a plantaciones de té, ofrece lujosos bungalós levantados sobre palafitos en las aguas del lago, o incluso en un antiguo coche de viajeros de los años 20 del siglo pasado, restaurado y convertido en suite nupcial. 

Lac Hotel, Madagascar.

Lac Hotel, Madagascar.

A partir de aquí entramos en el punto de no retorno, es decir, no existe carretera ni ninguna otra forma de salir de la selva hasta llegar a Antemoro de Antsaka, a cuatro paradas del final de trayecto. Si por un casual el tren tuviera una avería severa, la única solución sería caminar durante varios días por la vía férrea.

Entre plantaciones de té

Acompañados por el sonido de silbatos y bocinas de otro tiempo, vamos avanzando entre plantaciones de té y poblados de la etnia betsileo hasta llegar a la localidad de Ampitabe, donde nos detenemos por más de 30 minutos para la carga y la descarga de las más variadas mercancías, mientras los pasajeros aprovechan para comprar frutas tropicales, mandioca hervida y cangrejos de río cocinados con salsa de tomate y cúrcuma. Los niños son mayoritariamente los encargados de venderlas, y las transacciones se hacen desde las mismas ventanillas del tren. 

El proceso de carga de mercancías es bastante curioso. En cada estación la locomotora se desengancha del convoy y se cambian los vagones vacíos por los que ya están cargados y llenos de mercancías. Así se ahorra tiempo (y se determina el número de vagones que configuran el convoy, siempre variable). 

Lo único inamovible son los cuatro coches de pasajeros, dos de primera clase y otros dos de segunda. En estos últimos se viaja apelotonado, sin prácticamente espacio para pasar. Los sacos llenos de alimentos e incluso con animales vivos reducen todavía más el sitio.

Una experiencia que recordarás para siempre. Foto: Sergi Reboredo.

Una experiencia que recordarás para siempre. Foto: Sergi Reboredo.

En primera clase viajan casi exclusivamente los turistas occidentales y algún malgache exitoso. Los asientos están numerados y el espacio es mucho mayor, aunque verdaderamente no se trata de un tren lujoso. Los asientos parecen sacados de una furgoneta, aunque resultan cómodos. Los amplios ventanales permiten ver el paisaje en toda su amplitud.

En pleno descenso

A partir del punto kilométrico 38, el descenso se hace implacable, bajando desde el túnel de Ankarapotsy a 1.070 m de altura, hasta el túnel de Rakoto zafy a 400 m, y todo ello en tan solo 20 km, lo que nos lleva más de 1 hora, entre frenazos asmáticos de este anciano convoy y la fina lluvia que cae según la época.

Entramos en una nueva sucesión de túneles oscuros en los que penetramos por sorpresa y de los que emergemos entre una paleta de colores diferente cada vez, de verdes fosforescentes entre la exuberante vegetación. Viajamos a cámara lenta, a una velocidad que rara vez supera los 20 km/h.

La locomotora avanza entre la maleza que intenta volver a apropiarse del espacio conquistado por las vías. En ella viajan el maquinista y tres mecánicos que esperan no tener que demostrar sus dotes en el oficio.

El punto álgido llega en las cascadas de Manampotsy, una caída de agua de más de 20 m en un paraje de asombrosa belleza. El maquinista no tiene ningún reparo en detener completamente el tren para que podamos bajar y fotografiarla; a nadie le preocupan algunos minutos más de retraso.

La caÌmara de fotos viaja en la mano durante todo el viaje. Foto Sergi Reboredo.

La caÌmara de fotos viaja en la mano durante todo el viaje. Foto: Sergi Reboredo.

En el punto kilométrico 55, justo antes de la estación de Madiorano, se llega al desnivel máximo, un 3,5 por ciento. Aquí los problemas de tracción son evidentes, sobre todo cuando las vías están mojadas por la lluvia.

Entre plataneros

A partir de aquí ya se divisa la selva frondosa del Parque Nacional de Ranomafana sumida en la todavía espesa niebla de la mañana y un sinfín de colinas que se pierden en el horizonte.

Seguimos descendiendo lentamente hasta alcanzar la población de Tolongoina, que ese día celebra su mercado semanal. Aquí los aldeanos, de diferentes etnias, viven principalmente del plátano. Todo el mundo vende plátanos: verdes, amarillos, grandes o pequeños, pero únicamente plátanos. 

Las etnias más importantes del Corredor del Este son los betsileo, provenientes de Indonesia y básicamente cultivadores de arroz; los tanala (literalmente, “el pueblo de la selva”); y tres etnias de origen árabe, aunque con costumbres muy diferentes: antefatsy, antseraka y antemoro.

Las transacciones se producen casi siempre sin bajar del tren. Foto Sergi Reboredo.

Las transacciones se producen casi siempre sin bajar del tren. Foto: Sergi Reboredo.

‘Mora mora’

Nuestro viaje prosigue siempre adelante, lento, al suave vaivén del mora mora (despacio despacio) malgache, pasando por desordenadas casas y aldeas hasta llegar a Manapatrana, importante cruce de caminos. 

En una parda de casi dos horas tenemos tiempo para probar las distintas especialidades gastronómicas de la región: galletas de arroz, salchichas de cerdo, cecina de cebú, pastel de plátano, empanadillas de carne picada o bolitas de patata picantes. También frutas tropicales y un tazón de oloroso café silvestre, para terminar con un vasito de ron local con aroma de vainilla.

Entre las pistas del aeropuerto

Atravesamos bosques de bambú y grandes extensiones de árboles de lichi, así como cafetales y árboles de canela.

Tren de la Selva, Sergi Reboredo.

El Tren de la Selva es un viaje de paisajes, de colores, sabores y olores. Foto: Sergi Reboredo.

A partir de la estación de Ionilahy, los raíles transcurren paralelos al río Farony, importante curso fluvial plagado de cocodrilos e impresionantes puentes que fueron construidos en época colonial.

Mahabako, Fenomby, Sahasinaka… son núcleos de casas de madera que saludan entre paisajes típicos del bosque húmedo tropical. Al salir del largo túnel de Ambodimanga, desembocamos en la aldea de Antemoro de Antsaka, donde la carretera asfaltada por fin aparece y las paradas se hacen menos frecuentes.  Después de pasar ante el poblado fantasma de Mizilo, ya se huele el salitre del cercano mar en la bulliciosa estación de Ambila, antes de atravesar la pista del aeropuerto, en otro ejercicio de surrealismo africano, para darnos de bruces con la estación de Manakara, final del viaje.

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