Arturo Fernández, en el umbral del cese

No hay cocktail ni aperitivo de croqueta gorda que le aguante dos asaltos. Es Arturo Fernández, un genuino del casticismo empresarial. Sus catering son un tumulto.

Los tiene casi todos: Congreso de los Diputados, colegios concertados, hospitales, Senado, Asamblea de Madrid, UGT, La Moncloa, el Madrid-Arena e incluso Ifema, la poderosa Feria de Madrid, donde el empresario desempeña el cargo de consejero y donde desparrama sus cafeterías, en un laberinto intrincado de salones y mesas congresuales. Todos, salvo el del Real Madrid, porque allí le cierra el paso su contrincante, Fernández Tapias, Fefe, amigo de Florentino, vicepresidente de la Casa Blanca y asiduo al palco de Castellana. Arturo y Fefe se pelearon por la presidencia de la Cámara de Comercio de Madrid y ganó el primero, un alfil de Esperanza Aguirre, la Malinche que le ha abierto de par en par las puertas de la meseta al midas del juego, Sheldon Adelson.

En Alcorcón, en la plataforma europea de Las Vegas Sands, Fernández piensa instalar un enorme abanico de ofertas hosteleras. Lo hará de común acuerdo con Joan Gaspart, patrón de Husa, también vicepresidente de la CEOE y miembro de una junta patronal en la que aletea el “cartel de la librea y la servilleta”. El empresario acusado de pagar en negro a sus empleados, ha levantado un emporio: 15 empresas, 3.000 puestos de trabajo y 150 establecimientos. Ganó su primer millón en la Armería Arturo, la del popular anuncio en el que aparece un impostado gentleman farmer escopeta en ristre, fundada en Madrid por su abuelo, en 1898, el año de Anual.

Arturo es un hombre de mediodías en Gran Vía; de eternas sobremesas capitalinas acompañado de comensales panzudos; de seducción labial y paso cambiado y también de Maserati de segunda mano y de perejil en todas las salsas. Un coleccionista de botellas que, en sus mejores momentos, se agenció el fondo del Museo Chicote. Conoce la calle, pero evita pisarla para sortear probablemente el calor agrio de la protesta “encabezada siempre por los feos”, como dice su tocayo, el otro Arturo Fernández, alias chatín. Arturo, el empresario, y Arturo el actor son ciudadanos de andares enhiestos y patilla larga. Comparten la ralla del pantalón y el gris perla del terno de gales; son como almas gemelas. Se diría que ambos han sido maquetados por un estilismo rumboso y exento de finetza, al gusto frágil de los modistos de Serrano.

El otro doble de Arturo es su pariente Gerardo Díaz Ferrán, el ex presidente de la CEOE, hoy galeote en Soto del Real, que un día le mostró el sendero del chollo y del disfraz. Arturo vive en la confederación patronal pero se encumbra en CEIM, la segunda marca local, en la que ha colocado hábilmente a Lourdes Cavero, la esposa del presidente de la Comunidad de Madrid. Sus lazos con el poder cantonal no son nuevos. Vienen de los mejores años de Esperanza, que levantó banderas victoriosas en los comicios autonómicos, gracias a los sablazos de Fundescam.

Cuando la comunidad autónoma se abrió en canal, Arturo, Gerardo, Esperanza, Blesa y otros se pusieron el mundo por montera escindidos de la otra orilla, la de Rajoy, de su Ministro de Justicia, Ruíz-Gallardón, y de su brazo empresarial encabezado por el armador, Fernández Tapia. Arturo se coló en el consejo de administración de Bankia por la misma puerta de Caja Madrid que Esperanza le había abierto a Gerardo. Allí, entre bachilleres del culto al mercado, firmó auditorías a mansalva y regó de oporto las tardes de sus congéneres. No sin antes llevarse a casa dietas de cuatro dígitos.

Deudor de cuentas públicas y sancionado por la Tesorería de la Seguridad Social por el impago de cotizaciones, Arturo amaga siempre con soltura. Cazador de medio monte, jamás dobló la cerviz. Pero ahora, cuando la Fiscalía le tiene enfilado, ha dejado de ser cazador para convertirse en pieza y adivina en su sombra el zigzagueo de los lebreles. La Cierval valenciana y el Confevasc le piden la dimisión “por ética y estética”. Él recuerda sin duda el origen atrabiliario de su desventura: la entrega de sobres a cuenta y no declarados en los saloncitos cafeteros que festonean los pasillos adyacentes al Hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. La lentitud implacable de la Justicia es una gota malaya. Los canapés de Arturo han perdido prestancia y el número dos de Juan Rosell en la CEOE detecta la cercanía del motorista, que pronto le entregará su propio cese.

Todo empezó tras el umbral de la puerta de los leones del Congreso. El decorado de la historia de España, escrita en Vicalbaradas o antepuesta por uniformes beneméritos, pero siempre sazonada de pillos, de emprendedores insomnes, como Arturo; encantadores de serpientes, marqueses de Entrambasaguas, que hoy tienen un pie en Ferraz y el otro en Génova.

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