A las diez en punto, María Pagés sale a escena. En medio de la penumbra, su voz, tenuemente arropada por sonidos de pájaros y grillos y el rumor de la cercana arboleda, nos cuenta que “la humanidad crece superando sus fronteras” mientras “el movimiento convive con nuestra idea de permanencia”.
Ella está sola en el jardín. “Huele a tierra mojada, a pino y a Mediterráneo”. Sin más compañía que la luna, explora su identidad. “Yo no sé quién soy, sino soy lo que bailo”.
Así arrancó un espectáculo que conjugó flamenco y sonoridades clásicas, danza y poesía: la del poeta persa Rumi, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Luis de León, Tagore, Benedetti y el filósofo y escritor El Arbi El Harti, autor también de la dramaturgia del montaje.
Acompañada por dos voces flamencas femeninas, guitarra, violoncelo, violín i percusiones, Pagés ofició de hipnótica sacerdotisa —maravillosa en su poderoso movimiento de brazos— de un ritual que abocaba a seguirla en un viaje de descubrimiento del yo y el anhelo de libertad, pero también una llamada a mantener vivo, a pesar de las circunstancias, el ceremonial emotivo, intelectual y estético que concita la cultura.