Sergio del Molino, un enfermo pata negra

Sergio del Molino publica ‘La piel’ (Alfaguara), un libro sin adscripción a géneros o cánones que, como la psoriasis, se adhiere a cualquier epidermis

Sergio del Molino. Foto: Patricia G. Garcinuño

A Sergio del Molino (Madrid, 1979) primero le leyeron los aragoneses los artículos que firmaba en el Heraldo de Aragón. Desde hace unos años el resto de españoles recuperamos el tiempo perdido leyendo sus libros. El último que ha escrito es La piel, publicado por Alfaguara. Otro  libro en el que no hay ni guiones ni entrecomillados, en el que la primera persona se mueve con la viveza de un niño que juega con los mayores y a sus protagonistas les hubiera gustado ser invisibles.

Es más sencillo recomendar leer La piel que tratar de colgarle una etiqueta identificativa, como si fuera un cuerpo desmembrado. Es un libro bastardo, un expósito de la literatura. A Sergio del Molino ni le preocupa la adscripción a un género, ni cumplir con los requisitos de un canon y tampoco las sanciones que le pueda imponer la policía crítica de la literatura. Lo único que le preocupa es que el libro comunique. Que no se pueda clasificar lo considera el mejor elogio que se le puede hacer.

La mirada de los otros

La piel es lectura de lazareto. Provoca un alivio similar al que sentimos al rascarnos la zona en la que nos ha picado un mosquito. Un placer ingrato, como este libro, a veces incómodo, otras sensible y divertido y siempre digno. Un libro en el que Sergio del Molino se ha dejado la piel y sus protagonistas se quejan de ella.

En sus páginas hacen cameos, entre otros psoriásicos, el dictador Stalin, los escritores John Updike y Vladimir Nabokov, la cantautora Cyndi Lauper y el narcotraficante Pablo Escobar.

A través de la psoriasis de estos personajes del Molino cuenta su experiencia con esta enfermedad que va más allá de las manchas, los eccemas y el dolor. Avergüenza y estigmatiza. Escribe el autor que una de las causas más poderosas de la vergüenza y la angustia que sienten los enfermos de la piel es que el mundo los toma por cerdos. Animal al que la mayoría preferimos muerto.

Del Molino reivindica la impureza una vez vencidas las miradas acusatorias. Por eso ha escrito La piel. Dice que cuando deja de importarte la mirada de los otros es cuando te das cuenta de que esa mirada ajena no existe, que es imaginaria. La paranoia se queda sin coartada.

Después de mucha manga larga y pocos días de sol y baño tranquilo el autor cree estar casi convencido de que es indiferencia lo que uno despierta en los demás. Pasamos inadvertidos, andamos de puntillas, la gente va a lo suyo, incluso los hay que leen a Oscar Wilde.

Un acto íntimo

A del Molino, acostumbrado a esconder su piel, le ha costado más desnudarse para que los médicos le explorasen su cuerpo que escribir este libro, que considera un acto íntimo. Un espacio recogido y seguro, en el que el autor sabe que puede decir lo que quiera, sin que el otro le juzgue. Trata de que el lector se sienta bienvenido en sus libros, en los que dice creer que todo es más plácido que desgarrador.

Lo que cuenta, en ocasiones, es terrible, lean La hora violeta, publicado por Literatura Random House. Un libro de no ficción sobre la breve y eterna historia de amor entre él y su hijo Pablo, fallecido a consecuencia de un raro y grave tipo de leucemia.

Sergio del Molino. Foto: © Patricia J. Garcinuño.

No le hace falta envejecer para contarse. Sergio del Molino escribe a partir de lo que le pasa, es una obra en marcha. Más que contarse se usa como excusa para contar otras cosas, no escribe sus memorias. Lo que intenta es comunicar e involucrar al lector y para poder hacerlo cree que hay que exponerse. Su literatura es una falsa literatura autobiográfica. Es un maestro del trampantojo y un enfermo pata negra, de hospital, a tiempo completo, como él mismo se considera en La piel, en un momento dado de su vida.

Un enfermo pata negra

De duelos y consuelos, de enfermedades y hospitales, sabe más de lo que le gustaría. Dice que tenemos una relación traumática y negacionista con la muerte y el sufrimiento. Que son los sanos quienes necesitan ver enfermos felices, que la enfermedad no se cura sonriendo, que parece que el enfermo no tiene derecho a estar jodido, enfadado y desanimado y que nadie quiere visitar a un enfermo gruñón, deprimido o cínico.

Vivimos en una sociedad infantilizada que tiende a simplificar mucho todos los sentimientos; de hecho, los complejos ni sabe expresarlos ni exteriorizarlos. Es más, se penaliza si se hace.

Sergio del Molino, en lugar de dar un caramelo, da un cigarro a un enfermo de cáncer de pulmón que ha decidido seguir fumando. La condición de monstruo que arrastra le permite hacer este tipo de gestos. Los monstruos inspiran aversión, asco y resultan problemáticos, pero son  necesarios para poner a prueba la bondad ajena y los buenos sentimientos de los demás.

De padres y de hijos

En La piel desfilan monstruos, leprosos y brujas, personajes con los que Roald Dahl conecta muy bien con la psicología y la forma de ver el mundo de los niños y jóvenes. La suerte es que los padres suelen entregar a los hijos sus libros sin leerlos antes. Si lo hacen el riesgo de que se asusten y se los prohíban es muy alto en estos tiempos tan correctos, tan impresionables, tan ñoños en los que vivimos.

De lo que los padres se tienen que preocupar, más que de supuestas lecturas obscenas y de sentimientos que consideran que les vienen grandes a los niños, es de la Edad Media de la piel de sus hijos. Ese tiempo que transcurre entre el último beso paternal y el primer beso con lengua.

Sergio del Molino. Foto: © Patricia J. Garcinuño.

La Edad Media de la piel

Escribe del Molino al respecto de este paréntesis que padece la melanina, entre el amor maternal asfixiante y el sexo, el cuerpo es invisible y sufre una verdadera Edad Media, pero griega. De los siglos XII a. C. al VIII a. C. se abandonaron las ciudades y se destruyeron todos los gobiernos. Además, se olvidaron de escribir. Con la piel sucede lo mismo, no hay memoria del cuerpo. Sin besos la piel se vuelve ágrafa. El problema es que somos conscientes de la Edad Media de la piel de los demás.

Mejor mirar a los demás que a un espejo de frente. Ni los narcisistas soportan mucho tiempo su propio reflejo, que le pregunten a Dorian Gray. Cuanto más fijamente nos miramos más cosas de nosotros que no nos gustan vamos a descubrir.

La piel no debería importar tanto, dice del Molino, debería ser asunto de maquilladores, no de médicos. Sin embargo, hacen falta los cuarenta miligramos de adalimumab cada quince días, recetados por un médico, y suministrados en un émbolo que baja automáticamente, para poder tumbarse junto al hijo. Ojalá sea el final feliz de su psoriasis, sin trampas, como las que le gusta usar al autor de este viaje por la piel.

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