Einstein, Descartes y otros famosos que perdieron sus cabezas

Los cementerios están llenos de cadáveres decapitados, debido al fetichismo de robar cabezas de difuntos ilustres como Descartes, Einstein o Whitman

Einstein fue uno de los mayores científicos de la historia. Foto: Pixabay

El 14 de julio de 2015, un grupo de chalados saltó la cancela del camposanto de Stahnsdorf (Alemania), reventó la puerta metálica de un antiguo panteón y se llevó el cráneo del cineasta Friedrich Wilhelm Murnau (1888-1931). Los profanadores no tocaron los otros cuerpos presentes en la cripta, por lo que parece evidente que estaban interesados única y exclusivamente en los despojos del director de películas tan míticas -y oscuras- como Nosferatu, El último y Amanecer.

En el sepulcro también aparecieron algunos restos de cera, motivo por el cual los investigadores sospechan que los delincuentes celebraron algún tipo de ritual esotérico. A día de hoy, la calavera sigue en paradero desconocido.

El fetichismo por los huesos

El robo del cráneo de Murnau es el punto de arranque de una de las novelas más interesantes del año, Noche y océano (Seix Barral), cuya autora, Raquel Taranilla, se alzó con el último premio Biblioteca Breve gracias a esta ficción en la que aparece un cineasta tan obsesionado con el director alemán que sería incluso capaz de profanar su sepulcro.

Portada Noche y Oceano Foto Seix Barral

Portada de ‘Noche y océano’. Foto: Seix Barral

La novela de Taranilla ha puesto sobre la mesa un tema tan antiguo como la propia muerte: la fascinación por los restos mortales de los miembros destacados de la tribu.

En ‘Noche y océano’ Raquel Taranilla describe la obsesión de un cineasta por los restos mortales del director Friedrich Murnau

Una fascinación que, en nuestra sociedad del espectáculo -y también del fetichismo-, se ha convertido en una moneda mucho más corriente de lo deseable. Porque el robo del cráneo de Murnau no es más que la continuación de otros muchos de carácter similar, el más famoso de los cuales sin duda es el de René Descartes.

¿Dónde está el cráneo de Descartes?

El autor del Discurso del método murió de neumonía el 11 de febrero de 1650, a la edad de 53 años. La reina Cristina de Suecia le había pedido que viajara hasta Estocolmo para impartirle, a las cinco de la mañana y tres veces por semana, clases de filosofía, y aunque el francés trató de eludir el encargo alegando que no soportaba el frío, terminó satisfaciendo el capricho de la monarca. Así que se desplazó hasta la capital sueca y, claro, cayó enfermo.

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Conmovida por la defunción -y quizá con algún que otro remordimiento-, la reina ordenó que se le diera funerales de estado y que, para tal efecto, se esculpiera un sepulcro de mármol en el que habrían de inscribirse las frases laudatorias que se recogieran por las universidades de toda Europa.

Craneo de Descartes. Foto Twitter

El cráneo de Descartes, en el Museo del Hombre en París. Foto Twitter

Lógicamente, el encargo requería de tiempo, así que se decidió inhumar temporalmente al filósofo en un cementerio público donde, al final, pasó 17 años.

Al cabo de todo ese tiempo, las autoridades francesas reclamaron el cadáver y, cuando al fin lo exhumaron, el embajador en Suecia pidió quedarse con el índice de la mano derecha del difunto. Sorprendentemente, le fue permitido.

El cráneo de Descartes pasó de mano en mano hasta que ahora se expone en el Museo del Hombre en París

Y no terminan aquí las amputaciones de Descartes, porque, cuando al fin llegó a su país natal, se descubrió que el esqueleto carecía de cabeza. Según pudo descubrirse siglos después, fue Isaac Plamstrom, oficial de guardias de Estocolmo, quien la cogió y la vendió.

El cráneo fue pasando de mano en mano hasta que, en 1821, el químico Jöns Jacob Berzelius reconoció que lo había adquirido por 37 francos, y lo entregó a las autoridades competentes. Hoy las cuencas vacías de Descartes contemplan en silencio a los visitantes del Museo del Hombre de París.

Einstein no se merecía algo así

Algo distinto es el caso de Albert Einstein, cuya autopsia recayó en Thomas Harvey, un patólogo que extrajo, pesó y seccionó en dos mitades el cerebro del científico. Después llegó a un acuerdo con la familia para estudiar la masa extraída y, como nunca lo hizo, acabó llevándosela a casa.

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Unos 40 años después, en concreto en 1994, el profesor japonés Kenji Sugimoto acudió al piso de Harvey con un equipo de televisión y, como parece ser que era un hombre simpático, Havery decidió regalarle un cachito de cerebro. Así que abrió el bote de cristal donde guardaba una de las mitades, la colocó sobre una tabla de cortar y rebanó una porción.

Einstein en 1921

Albert Einstein en 1921.

Sugimoto se sintió tan feliz con aquel regalo que aquella misma noche fue a un karaoke y, en un evidente estado de embriaguez, dedicó una canción a la sesada. El video de aquel espectáculo no tiene desperdicio. Que se sepa, cuando el japonés murió, nadie mostró interés por su cerebro.

Whitman, víctima de la mala suerte

Por último, merece la pena recordar el caso de Walt Whitman, el gran poeta de la literatura estadounidense que donó su cerebro a la Sociedad Antropométrica Americana para que fuera estudiado.

Por desgracia, un técnico de laboratorio tropezó mientras trasportaba el frasco con los restos del bardo y el órgano se desparramó por el suelo. Quedó tan perjudicado que nada podía hacerse con él y, al final, la tiraron a la basura.

Whitman

Las buenas intenciones de Walt Whitman chocaron con un infortunio.

Así pues, y visto lo visto, no es de extrañar que William Shakespeare mandara inscribir una maldición en su lápida en la que instaba a los vivos a no tocar ni uno solo de sus huesos: ‘Good friend for Jesus’sake forbear / To big the dust enclosed here! / Blest be the man that spares these stones, / And curst be he that moves my bones’. (Buen amigo, por Jesús, abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas rocas / y maldito el que remueva mis huesos.)

a.
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