Claudio López Lamadrid: el editor que no quería dejar de leer

Ignacio Echevarría publica ‘Una vocación de editor’ (Gris Tormenta), una reflexión sobre el mundo de la edición a través de la figura de Claudio López Lamadrid

Claudio López Lamadrid. Foto: Marta Calvo.

Claudio López Lamadrid. Foto: Marta Calvo.

Cuenta Emiliano Monge que, en cierta ocasión, coincidió en el asiento contiguo al que ocupaba Claudio López Lamadrid en un AVE rumbo a Madrid. Aquellos dos hombres se conocían desde hacía años, habían sido colegas de profesión y ahora el segundo publicaba las novelas del primero. Y, pese a todo, ambos se sintieron incómodos.

Claudio López Lamadrid era tan cariñoso con sus autores como celoso de su intimidad. Le gustaba estar solo y no había fiesta de la que no se escapara antes de tiempo. Por eso, cuando aquella mañana descubrió que tendría que dar conversación a su acompañante durante las siguientes tres horas, resopló. Luego se levantó, se disculpó y se dirigió a la cafetería, donde permaneció oculto hasta el final del trayecto. Monge no se ofendió. Conocía a Claudio, lo amaba tal y como era.

El escritor mexicano rememora aquel encuentro en el prólogo de Una vocación de editor (Gris Tormenta), un ensayo en el que Ignacio Echevarría reflexiona sobre las transformaciones que el mundo editorial ha sufrido a lo largo de los últimos treinta años y en el que evoca la figura de quien vivió en primera persona –y, en gran media, protagonizó- dichos cambios: el director editorial de Literatura Random House y responsable del área latinoamericana de Penguin Random House.

Un negocio en transformación

Claudio López Lamadrid entró en la industria editorial cuando la linotipia y la fotocomposición todavía existían. Su primer trabajo consistió en eliminar con una goma de borrar los precios que los libreros escribían a lápiz en las guardas de los libros, y a partir de ese momento, y salvo un breve periodo como traductor y reseñista, nunca abandonó el sector. Cuando dio sus primeros pasos en Tusquets, nadie sabía que el negocio estaba a punto de cambiar, ni tampoco que el chico que borraba precios con la goma sería uno de los encargados de capitanear dicha transformación.

Ignacio Echevarría, Claudio López Lamadrid, Mariano Roca y Rofrigo Fresán. Foto: Mariano Roca.
Ignacio Echevarría, Claudio López Lamadrid, Mariano Roca y Rofrigo Fresán. Foto: Mariano Roca.

La irrupción de las nuevas tecnologías modificó absolutamente la forma de trabajar de los editores y, cuando López Lamadrid fue contratado para dirigir el mítico sello Literatura Mondadori, asumió su papel de agente transformador. Atrás quedaba un mundo caduco de máquinas de escribir, pipas apoyadas en ceniceros y editores de rancio abolengo, y por delante se abría un universo de grandes corporaciones, agentes literarios y mercados a explorar. Empezaba un nuevo milenio y Claudio asumió el papel de puente entre pasado y presente.

Con la irrupción de las nuevas tecnologías, Claudio López Lamadrid ejerció el papel de puente entre pasado y presente en la industria editorial

Una vocación de editor es un ensayo sobre el papel que debe desempeñar el editor del siglo XXI, pero también es una carta de amor a un amigo difunto. Echevarría evita dejarse llevar por la emotividad, pero algunos párrafos desprenden tanto cariño como admiración hacia el que fuera, por así llamarlo, su alter ego. De hecho, en los agradecimientos finales, el crítico reconoce que aceptó el encargo de escribir este libro por una única razón: ‘seguir conversando con Claudio’.

Lo que quería era leer

Por cierto, en las páginas finales de esta pequeña joya bibliográfica, Echevarría nos explica el motivo por el que Claudio López Lamadrid resopló el día en que coincidió en el tren con Emiliano Monge, así como la razón de sus frecuentes huidas en mitad de las fiestas. Y es que, como tantos otros colegas de profesión, Claudio se hizo editor porque le gustaba leer. Sin embargo, pronto descubrió que ser editor podía ser la vía más directa para dejar de hacerlo o, al menos, para dejar de hacerlo con libertad.

Las ferias, los contratos, los autores, los balances de cuentas, las reuniones… Hay demasiadas cosas que roban el tiempo a los editores, quienes en muchas ocasiones acaban leyendo tan sólo aquello que van a publicar y quienes, en consecuencia, le pierden el gusto a eso que antes les hacía vibrar.

Claudio percibió este peligro enseguida y no cayó en la trampa. Él quería seguir disfrutando de la lectura, quería continuar eligiendo los libros por placer, quería mantener vivo al chaval de la goma de borrar. Y por eso, cuando disponía de tiempo libre, ya fuera en un bar o en un tren rumbo a Madrid, se apartaba de todo y de todos, y se sumergía en la lectura de alguna novela o poemario que no hubiera publicado él.

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