El hombre que no se atrevió a frenar a Hitler

Tim Bouverie publica un ensayo en el que analiza los motivos por los que Reino Unido tardó tanto en atacar al ejército nazi

Chamberlain y Hitler antes de la firma del Acuerdo de Múnich. Foto: Keystone Hulton | Archive | Getty Images.

El 29 de septiembre de 1938 ha pasado a la historia como una de las jornadas más vergonzosas de la política europea. Aquel día, los primeros ministros de los gobiernos británico y francés, Arthur Neville Chamberlain y Édouard Daladier, se reunieron con los dos líderes fascistas de Alemania e Italia, Adolf Hitler y Benito Mussolini, y juntos firmaron el Acuerdo de Múnich, que determinaba el modo en que se había de fragmentar Checoslovaquia, un país que Hitler había decidido, según sus propias palabras, ‘borrar del mapa’. Ningún representante checoslovaco fue invitado a la firma.

Lord Chamberlain volvió a Londres con el convencimiento de que había evitado una guerra, pero cuando llegó a la Cámara de los Comunes no encontró aplausos, sino miradas de desprecio. Para muchas personas, el primer ministro británico era un cobarde que no se atrevía a hacer lo que había que hacer: declarar la guerra abiertamente al fascismo.

De hecho, el único que estaba contento ante aquella situación era Winston Churchill, que llevaba tiempo esperando a que su compañero de partido metiera definitivamente la pata para hacerse con el poder. Y ese momento había llegado.

‘Apaciguar a Hitler’

El periodista político Tim Bouverie acaba de publicar Apaciguar a Hitler (Debate), un ensayo fascinante en el que, precisamente, analiza la falta de determinación de Neville Chamberlain a la hora de parar los pies al líder del Tercer Reich. El libro quedó finalista del Premio Orwell 2020 y repasa la historia de la inacción británica desde la llegada al poder de Adolf Hitler (1933) hasta la batalla de Dunkerque (1940).

La postura de Chamberlain se ha juzgado siempre de forma maniquea: o se le ha considerado un cobarde o se ha aplaudido sus intentos de librar al continente de una sangría

Bouverie es consciente de que, en aquel entonces, cuando apenas habían pasado dos décadas desde el fin de la I Guerra Mundial, la opinión pública era absolutamente contraria a cualquier actitud de corte belicista y de que muchos políticos opinaban que el auge del nazismo se debía a la humillación con la que Tratado de Versalles trataba a los alemanes. De alguna forma, los dirigentes europeos sentían cierto remordimiento por la dureza de las condiciones acordadas y ahora no se atrevían a intervenir en las pretensiones alemanas de recuperar su dignidad.

Con este ambiente tuvo que lidiar Neville Chamberlain, el primer ministro británico que defendió a capa y espada ‘la política de apaciguamiento’, esto es, los intentos de frenar a Hitler mediante la negociación y no mediante el uso de la fuerza.

El ‘apaciguamiento’ era el principio rector que regía la política isleña desde la década de 1920 y el líder de los conservadores la siguió con tanto ahínco que incluso llegó a hacer el ridículo.

Traición a los aliados

Realmente, la Historia ha juzgado su postura ante el auge del nazismo de un modo maniqueo: o se le ha considerado un cobarde que no se atrevió a plantar cara a Hitler o se ha aplaudido sus intentos de librar al continente de una sangría.

Apaciguar a Hitler trata de ser ecuánime a la hora de juzgar al primer ministro, pero la conclusión final a la que el lector llega es que, hasta la llegada de Winston Churchill al poder, el gobierno británico no sólo fue blando, sino que traicionó a sus países aliados, como Polonia o Abisinia.

En su ensayo, Tim Bouverie analiza otro de los puntos negros de la política británica de la época, el de los ‘diplomáticos aficionados’ que mediaron para tratar de apaciguar a Hitler

El autor ha tenido acceso a material inédito hasta la fecha (principalmente, archivos, colecciones y diarios particulares) y lo ha usado también para analizar uno de los grandes puntos negros en la política británica: el de los ‘diplomáticos aficionados’. En su afán por conseguir que Hitler abandonara sus pretensiones imperialistas mediante la negociación, y al mismo tiempo ante la imposibilidad de establecer un diálogo entre ambos gobiernos sin provocar la ira del ejecutivo francés, lord

Chamberlain pidió a algunas personalidades de las altas esferas que, sibilinamente, transmitieran mensajes a sus pares en Alemania. Estos ‘mensajeros’ eran miembros de la nobleza, magnates del mundo de las finanzas, descendiente de familias adineradas y, en general, personas de clase alta que organizaron fiestas y reuniones a las que invitaban a líderes del partido nazi.

El gobierno británico utilizó a esos ‘influencers’ para transmitir mensajes no oficiales a los líderes nazis y, aunque lo hizo con la intención de conseguir la paz antes de que estallara la guerra definitiva, consiguió el efecto contrario.

Y es que estos ‘diplomáticos aficionados’, entre los que se encontraban el marqués de Lothian, lord Rothermere y, entre otros, Thomas Moore, acabaron sintiendo fascinación por la estética e incluso por la ética del fascismo alemán y, en cierta medida, dejaron para la Historia el regusto de que hubo demasiados ingleses que no vieron con malos ojos lo que Hitler estaba haciendo en el continente.

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