Supongamos que Nueva York es… sus librerías

Se estrena, tanto virtualmente como en cines, 'Libreros de Nueva York', un paseo bibliófilo que supone nuestro reencuentro con Fran Lebowitz

Booksellers_FranLebowitz

Las ciudades son muchas cosas, y entre las más importantes están sus librerías, sobre todo para los lectores, por supuesto –los que no leen se aburren en las librerías, igual que los que no escuchan música tampoco encuentran nada que hacer en una tienda de vinilos–, y también, obviamente, para los que se manejan con el idioma: Oslo puede tener librerías espectaculares, pero si no sabes tachar las Os convenientemente, estás vendido. Nueva York, claro, es otra cosa. 

Ir de librería en librería –a pie, por supuesto– es una de las mejores maneras de (re-) visitar una ciudad. Es lo que hace este cronista cada vez que vuelve a París, donde todavía queda alguna librería de guardia, de esas que cierran a medianoche, permitiendo un último paseo después de cenar. Y Nueva York, como París, también es una gran ciudad de librerías. Es impensable, de hecho, visitar Manhattan sin dejarse caer por alguna de ellas, más cuando, como todo el mundo sabe, la literatura americana es la más rica del mundo (en casa es la que más sitio ocupa, eso desde luego). Que levante la mano el que no haya vuelto con una bolsa de Strand. Nadie, ¿verdad?, sería como no haber pisado NYC. 

Estreno literario, presencial y virtual

Libreros de Nueva York, documental de D.W. Young que se estrena en salas y en la Sala Virtual de Cine el 26 de febrero, nos adentra tanto en aquellas librerías de las que salimos con bolsa-souvenir como también, o sobre todo, en las más exclusivas de libros raros, antiguos o de colección: el ámbito de los bibliófilos, desde un especialista en «demonología, brujería, fetichismo y Contracultura» a otro que vende el diario de una expedición a la Alaska de principios del siglo XX, en el que hay recogidos auténticos pelos de mamut de hace 15.000 años (sic). 

En muchas aficiones, que implican diferentes grados de coleccionismo, existe esa categoría teóricamente «superior», que reclama una mayor dedicación e inversión económica, una vertiente quizás algo más patológica, o por lo menos fetichista, ya que estos coleccionistas no están tan interesados en el contenido del objeto, como por el objeto en sí.

Aunque prefiero una edición bonita a una fea, y no compraría un CD si puedo tener el vinilo, nunca he querido formar parte de esa categoría por la sencilla razón de que siempre hay tanto por descubrir que no vale la pena malgastar recursos. Es más, cada día que pasa hay más por descubrir, y queda menos tiempo para hacerlo. ¡Ah! esa ansiedad consumista de los babyboomers hoy un tanto periclitada. 

Pero me interesa la fauna, como parte intrínseca del mundillo editorial y literario, y porque puede trasladarse a cualquier ámbito del coleccionismo, una manía que incluye a millones de personas desde que se masificó la producción de innumerables artículos, culturales o no, susceptibles de convertirse en objetos de culto que adquieren mayor sentido en el marco de una colección, que en este caso podemos llamar simplemente biblioteca. Y más si, entre la fauna bibliófila, encontramos a Fran Lebowitz, a la que echamos en falta desde que acabamos la serie Supongamos que Nueva York es una ciudad, lo mejor que nos ha dado Netflix en lo que va de año. 

«Un libro en la basura me haría el mismo efecto que una cabeza humana»

Franz Lebowitz

Reencuentro con la querida Fran Lebowitz

A la espera de que HBO se decida a desenterrar Public Speaking (2010), el primer documental que Martin Scorsese dedicó a la taciturna y descacharrante Lebowitz, hasta podríamos tomarnos Libreros de Nueva York como un spin-off de Supongamos que Nueva York es una ciudad, ya que la cáustica escritora neoyorquina, que ya hablaba mucho de libros en la serie, tiene aquí varias apariciones en la misma línea, repitiendo incluso algunos de sus gags, cosa que sólo supone una mínima decepción. Todo el mundo se repite, ocurre todo el rato, incluso entre los humoristas más brillantes, por no hablar de nosotros mismos. 

Adam Weinberger, ‘Libreros de Nueva York’.

Sería gastar tinta, porque está claro que a nadie se le ha pasado por alto, pero Supongamos que Nueva York es la serie de Netflix en la que Scorsese se carcajea sin descanso mientras escucha las ocurrencias de Lebowitz, a la que dio el papel de juez en la magistral El lobo de Wall Street (2013), un cameo retrospectivamente memorable. Ver reír a Scorsese de aquella manera ha sido un regalo enorme, tanto que firmaríamos ahora mismo por llegar a los 78 años en tan buena forma, conservando tan increíblemente intactas la lucidez y el humor, las dos caras de la inteligencia. Sobran creadores que son el doble de viejos con la mitad de edad. Lo mismo para Lebowitz. 

Es cierto que las apariciones de Lebowitz en Libreros de Nueva York no son tan extensas como quisiéramos, pero ahí está, y dice cosas como que «mataría» a alguien que osara posar un vaso sobre alguno de los libros de su biblioteca, cosa que entiendo perfectamente –como todo lo que dice en Supongamos…–, ya que yo mismo también incurriría en el más salvaje asesinato si alguien, que no fuera mi hija, extrajera un libro de mi biblioteca y no volviera a dejarlo en el exacto lugar que le corresponde. Está todo por secciones, y en riguroso orden alfabético, de lo contrario reina el caos. 

Según el documental, se calcula que quedarán unas 78 de las 368 librerías que antaño había en Nueva York

Lebowitz también repite que los libros no se tiran, que ver «un libro en la basura le haría el mismo efecto que una cabeza humana», y así es. Los libros no se tiran. Se venden, o se regalan, para que entren en el circuito y puedan acabar en las manos de otra persona que sepa aprovecharlo mejor. «Incluso los que no deberían haberse publicado jamás». 

En Libreros de Nueva York, también aparece Argosy, la librería de la calle 59 que Lebowitz ya visitaba en el docu de Scorsese. Aquí conocemos a las tres herederas, ilustres libreras de libros raros en la línea de Abraham S.W. Rosenbach, que dominó el mercado bibliófilo anglosajón hasta los años 50 del siglo pasado, o las asociadas Leona Rostenberg Madeleine Stern, que se hicieron libreras por esa época, y destaparon que Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, también tuvo una vida secreta como autora de novelas rosas repletas de sexo salvaje. 

Las herederas de Argosy. ‘Libreros de Nueva York’.

El libro en la era digital

La heredera de Strand, último bastión de un imperio que llegó a contar con 48 establecimientos, calcula que quedarán unas 78 de las 368 librerías que antaño había en Nueva York. Y ojo, que el documental es de 2019. Internet, naturalmente, por no poner nombres propios, es el gran responsable, aunque también, como ocurre en Barcelona y otras ciudades, también han aparecido en Nueva York nuevas librerías independientes que quieren distinguirse de las grandes cadenas, remarcando un gusto personal y ofreciendo trato exquisito. 

No hace falta extenderse sobre la diferencia de la compra física y la virtual. La segunda resulta práctica cuando urge un título en concreto, pero pasear por una tienda es la mejor manera de dejarse sorprender –»coleccionar es la caza, no tanto la pieza», dice uno de los libreros–, aparte de que, en circunstancias normales, se puede tocar el objeto, admirarlo en su tridimensionalidad, incluso olerlo, ventajas imagino que absolutamente desdeñables en la era de los contactos online. En otra ocasión ya hablaremos del e-book, que tiene sus ventajas, pero no puede ser un sustituto, lo mismo que ocurre con las plataformas y las salas de cine, y con todo. 

Gracias a las plataformas online, que operan como centralita de miles de librerías –ese es el mejor servicio que ofrecen, y se comenta poco–, también hemos tenido acceso a todo un mundo que antes era prácticamente inalcanzable, ya que ya no hace falta recorrer todas las librerías del mundo en busca de ese ensayo descatalogado que no había manera de encontrar. Bueno para el coleccionista, malo para el librero, ya que en la era digital, cuyos tentáculos se extienden por todo el mundo, infinidad de productos se han devaluado. El comprador siempre escogerá el precio más económico. 

Eso es algo que noté yo mismo cuando, por presiones familiares, tuve que deshacerme de dos cajas de ediciones americanas de PlayBoy de los años 60 y 70, mi revista literaria favorita. En otros tiempos hubiese ganado una fortuna, aquella vez me los compraron a peso. 

Los flujos y reflujos del mercado de segunda mano, ya sea el de discos o el de libros, también tiene aroma necrófilo, además de polvo centenario. Es algo que siempre me ha llamado la atención: estar hurgando en una cubeta de discos o libros usados, y ver aparecer de repente una flamante remesa del mismo autor. Imposible no pensar que una persona con la que comparto la misma afición ya no está en el mundo de los vivos. Para un librero, el mejor material aparece vaciando pisos. 

Aunque no es Ex Libris (2017), el monumento de Frederick Wiseman a la Biblioteca pública de Nueva York, el documental de D.W. Young sobrevuela todas estas cuestiones, y tiene la gran virtud de no caer en el indigesto cliché cursilón del librero entrañable, aunque sí salen gatos. Difícilmente puede entenderse la lectura sin un gato de por medio, no hay nada más literario que la compañía de un felino doméstico en busca de calor humano. De eso también me he acordado bastante. 

Estreno en cines y la Sala Virtual de Cine: 26 de febrero.

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