‘Otra vuelta de tuerca’, la más influyente novela de fantasmas vuelve al cine y a Netflix

La penúltima adaptación del clásico de Henry James llega a los cines, justo después de una serie de Netflix basada en los mismos personajes

Apertura. OTRA VUELTA DE TUERCA. SIGISMONDI

En la parrilla de Netflix tenemos La maldición de Bly Manor, adaptación en nueve episodios trasladada de la Inglaterra decimonónica a la de 1987 por obra y gracia de Mike Flanagan (el creador de La maldición de Hill House), mientras que la película de Floria Sigismondi, estrenada en cines, bien podría ser la versión grunge de la novela de Henry James: arranca con la noticia de la muerte de Kurt Cobain –5 de abril de 1997– y Mackenzie Davis, la nueva institutriz, tiene un deliberado aire a lo Courtney Love, cuyo tema Mother forma parte de la banda sonora. 

No deja de ser curioso que estas dos últimas versiones de la novela más popular de James, aquella que (casi) todo el mundo ha leído en la temprana preadolescencia (aquella maravillosa edición de Anaya, de la colección juvenil Tus Libros), hayan optado por el anacronismo en relación al original de 1897, cuando una estirada institutriz descubrió que los dos huerfanitos a su cargo estaban siendo corrompidos por una pareja de fantasmas. Pero había que innovar. A lo largo de la historia del cine y la televisión, se han dado ya decenas de adaptaciones, incluso una precuela protagonizada por Marlon Brando. Eso sin contar todas las películas que han crecido bajo su insidiosa influencia. 

Otras vueltas de tuerca españolas

En España, sin ir más lejos, dos grandes éxitos como Los Otros (Alejandro Amenábar, 2001) y El Orfanato (J.A. Bayona, 2007), a los que sumaríamos El secreto de Marrowbone (Sergio G. Sánchez, 2017), que protagonizó Anya Taylor-Joy, difícilmente hubieran llegado a producirse sin la existencia previa del relato de James. También se han dado adaptaciones como la que el mallorquín Antoni Aloy tituló El celo (1999), y para la que contó nada menos que con Sadie Frost, Harvey Keytel y Lauren Bacall, que fueron a Bunyolla a rodar. Disponible en FlixOlé, una versión irregular, más gótica que la original, y con un aire a las producciones Hammer de los 70. 

Eloy de la Iglesia firmó su versión de ‘Otra vuelta de tuerca’ en 1985.

También en FlixOlé, la Otra vuelta de tuerca (1985), de Eloy de la Iglesia. Acaso demasiado larga y lastrada por las miradas lánguidas del Pedro Mari Sánchez, pasó a la historia como un estimable fracaso. Estimable, porque puede disfrutarse como una pecaminosa rareza camp, que se abre con un gozoso prólogo ilustrado por Tomás Hernández Mendizabal. Además de trasladar también la acción a las costas españolas –guipuzcoanas, en este caso– transforma a la institutriz en un atormentado exseminarista jesuita, que lucha contra sus dudas y sus pulsiones homoeróticas, llevándole al borde de la pedofilia. Bly Manor se convierte en la Villa de los Leones (sic). 

El homoerotismo de esta versión cuadra con las habladurías que rodearon al propio James, un exquisito caballero de la alta sociedad de Nueva Inglaterra –nacionalizado británico al final de su vida (en protesta a la renuencia de su país de origen a entrar en la Primera Guerra Mundial)–, al que nunca se le conoció pareja formal. La homosexualidad resurge en La maldición de Bly Manor, donde la institutriz (Victoria Pedretti) se lía con la jardinera, un personaje creado especialmente para la ocasión. A James posiblemente no le habría molestado la licencia si pensamos, por ejemplo, en la tensión sexual entre Olivia y Verena, las sufragistas de Las bostonianas.

Grandes éxitos en taquilla como ‘Los Otros’ de Amenábar y ‘El Orfanato’ de J.A. Bayona difícilmente hubieran llegado a producirse sin la existencia previa del relato de Henry James

La versión canónica de Jack Clayton

Tampoco es casualidad que, en la serie de Netflix, la institutriz que interpreta Mackenzie Davis (la Cameron de la serie Halt and Catch Fire) se llame Dani Clayton, como Jack Clayton, el director de Suspense (1961), la versión más fiel y aplaudida de la novela de James, reescrita para la pantalla por Truman Capote y William Archibald, que puede disfrutarse, una y otra vez, en Filmin. Protagonizada por una inolvidable Deborah Kerr, en su mejor papel, la versión Clayton no sólo seguía el texto de cerca, sino que se hacía cargo de sus ambigüedades y respetaba sus misterios. 

Jack Clayton (Suspense, 1961) es el responsable de la versión más fiel y aplaudida de la novela de James.

Como en la novela, Deborah Kerr era contratada por el apuesto tío (Michael Redgrave) de los pequeños Flora y Miles (que en la versión De la Iglesia se llama Mikel), para hacerse cargo de los niños, con la única condición de no molestarle bajo ningún concepto. Sola en el enorme caserón, con la única compañía del ama de llaves, la iletrada señora Grose, Miss Giddeons (a diferencia del original, el personaje de Kerr tenía nombre propio) no tarda en descubrir que los fantasmas de su predecesora, Miss Jessel, y sobre todo de Peter Quint, que fuera asistente del señor de la casa, ambos fallecidos en extrañas circunstancias, han regresado del Más Allá para corromper, o continuar corrompiendo, a los inocentes niños. Ella querrá salvarlos. 

Si bien los primeros lectores del siglo XIX creyeron que se trataba de una clásica historia de fantasmas, con la morbosa novedad de que los niños eran las presas de los espectros, la pequeña novela de James no tardó en ser objeto de las más diversas teorías, que se sobreponen dando buena cuenta de la complejidad de esta obra firmada por uno de los más refinados intelectuales decimonónicos, y la obra maestra de Clayton las tiene en cuenta, sobre todo en lo que se refiere al retrato psicológico, incluso psicoanalítico, de la protagonista. 

El origen de todos los fantasmas

Si ningún lector ha escapado de Otra vuelta de tuerca, y si su influencia sigue tan vigente en el cine como en la televisión (otra nueva versión –neozelandesa– estaría al caer), es obviamente porque nunca fue una mera novela de fantasmas, como las que florecieron con el romanticismo. Sus muertos vivos no arrastraban cadenas ni ululaban por los pasillos cubiertos con una sábana, sino que más bien se perfilaban como violentas manifestaciones de la neurosis y la sexualidad reprimida de Miss Giddeons. 

James, que ya había firmado otros relatos de fantasmas de diversa índole, concibió Otra vuelta de tuerca en un periodo de hastío, tras encajar el fracaso de varias incursiones teatrales –lo que explica la abundancia de diálogos–, encerrado en Lamb House –una mansión en las afueras de Londres–, y en medio de trascendentales meditaciones sobre la cuestión del punto de vista en la novela, de ahí que confiara la narración a un personaje del que el lector del siglo XXI, que no el del siglo XIX, sólo puede desconfiar. La institutriz es la única que ve a los fantasmas, y nosotros ya sabemos de sobra que la Primera persona siempre es engañosa. 

Henry James.

Además de juego narrativo y de complejo retrato psicológico, James, un hombre de raíces puritanas, exploraba también uno de sus temas predilectos: la corrupción de la inocencia. Si la institutriz, una solterona que podría haberse enamorado del tío de sus protegidos, reprime sus deseos, proyectados en las lascivas figuras freudianas de Quint y Jessel –no por nada él aparece en una simbólica torre, y ella junto al lago–, a sus ojos son los inocentes niños los que han sido pervertidos por estos, que se perfilan como hediondos dobles de los difuntos padres. La relación que la profesora atisba entre los niños y los fantasmas no puede ser más obscena. 

Maneras de afrontar una obra maestra I

Si la versión Clayton probablemente nunca será superada, ya que se calca con inteligencia sobre el original, dejando abiertas todas sus posibilidades de interpretación, esto no quiere decir que no podamos disfrutar de las infinitas revisiones de la novela, a través de los más diversos filtros. De hecho, si se han sucedido tantas adaptaciones, es en parte a raíz de todas esas puertas que James dejó deliberadamente entreabiertas. No quedaba clara la muerte de los padres, y ni siquiera James se creía la muerte supuestamente accidental de Quint, al que Brando prestó su rostro brutal en Los últimos juegos perdidos (Michael Winner, 1971), aquella extraña precuela, también disponible en Filmin, que se empeñaba en revelarlo todo: una relación masoquista a la luz del día, y ante la mirada de los niños. 

Tampoco quedaban satisfactoriamente explicados los motivos por los que Miles había sido expulsado del internado, y al lector nunca se le tranquiliza asegurándole la existencia, o la inexistencia, de los fantasmas. Todas esas puertas entreabiertas, y que hacen el encanto de la novela al preservar su misterio, Flanagan ha querido cerrarlas de un portazo. 

La maldición de Bly Manor, versión Netflix.

A lo largo de los nueve capítulos de La maldición de Bly Manor, Flanagan, que ya adaptó a Shirley Jackson en La maldición de Hill House, se ha dedicado a decorar el esqueleto de la trama como si fuera un árbol de Navidad, con soluciones más o menos imaginativas, sumando ectoplasmas (Dani hasta se trae el suyo de casa) y personajes vivos, como la mentada jardinera o el cocinero, a menudo extraídos de otras ficciones del propio James (todo queda en casa), además de modernizar a la Señora Gross, que ahora es una sofisticada mujer de color (T’Nia Miller), que va rapada y a la última moda (supuestamente de los 80). El controvertido final del original también es distinto, cuestión de sello personal. 

Maneras de afrontar una obra maestra II

La versión Sigismondi, que también es la de sus guionistas –los hermanos Hayes, especialistas en sustos(Expediente Warren)–, tenía que ser por fuerza un poco rock. No sólo porque Sigismondi ha dirigido innumerables videoclips (para Katy Perry, Marilyn Manson, David Bowie, The Cure, Barry Adamson, y un larguísimo etcétera), sino también por aquel biopic de las Runaways (2010) que fue tan injustamente vapuleado, a pesar de la divina presencia de Kristen Stewart Dakota Fanning, que tiene aquella inolvidable escena al son del Lady Grinning Soul, de Bowie.

La nueva Otra vuelta de tuerca es como una celebración del gusto algo retorcido, y no exactamente elegante, de la Sigismondi. Amparada en su coartada grunge, es un desfile de abrigos multicolores, como si los personajes hubiesen salido de un anime steampunk para pasarse a la imagen real, con colores violáceos y lagrimita emo. En ese plano, resulta más que interesante por lo extremo que el agradable crepitar del falso fuego de cualquier serie Netflix, que siempre hace mucha compañía, pero nunca va a más. La audacia siempre queda bajo control corporativo. 

Fotograma de la versión de Sigismondi.

Como adaptación, también tiene vida propia. A diferencia de Flanagan, que desarrollaba el personaje del tío e incluso se lo llevaba de copas con la protagonista, Sigismondi prescinde de él, y se centra en los problemas mentales de la que ya no se llama Giddeons ni Clayton, sino Kate Mantell, a la que dota de una madre enajenada que pinta cuadros raros en un sanatorio. La tensión sexual entre Kate y Miles, un adolescente más crecidito que toca la batería, también se dispara. La señora Grose (Barbara Marten) se presenta en su versión más inquietante, en la línea de la Bacall de El celo, abundando en la teoría de que la muerte de Quint no fue accidental. 

El año pasado en Bly Manor

Sólo las turbias muertes de Jessel y Quint ya ofrecen tantas interpretaciones que posibilitan otras tantas versiones de los hechos, vividos o imaginados, que van más allá de la versión Clayton. Otra vuelta de tuerca es como un cubo de Rubik narrativo, y al mismo tiempo la gran mansión que todos nos hemos construido en la cabeza, como sugería por cierto el póster de La maldición de Hill House. Todos estamos habitados por fantasmas, relacionados con la muerte, la infancia, o el sexo, y en algún momento hay que armarse de valor y matarlos. 

Llama la atención que, justo un mes del estreno londinense de la versión Clayton, se estrenara en los de París El año pasado en Marienbad, la obra maestra de Alain Resnais Alain Robbe-Grillet: Otra gran mansión poblada de fantasmas del pasado, otro inmenso laberinto mental en el que desorientarse y perderse. Quizás incluso dos guías psicoanalíticas distintas. Hay que sublimar más. De una manera o de otra, hay que sublimar, y para sublimar siempre viene bien volver a Bly Manor, un año más, ya sea en la pantalla grande o en ese monstruo que tenemos instalado en medio del salón.

a.
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