M.F.K. Fisher, la Dorothy Parker de la cocina

‘El arte de comer’ y el oficio de escribir de la autora que reinventó el género

M.F.K. Fisher. Foto: Bettmann | Getty Images.

“Existen dos clases de libros sobre comida: los que intentan imitar a Brillat-Savarin y los que intentan no imitarlo”. La primera frase de su ópera prima Sírvase de inmediato (1937) ya contenía toda la fuerza, sabiduría y humor que estiló en sus casi treinta publicaciones, pero ante todo servía como pase de gol a un punto y aparte de la literatura del yantar: “Ahora escribiré un libro yo. Será un libro sobre comida, sobre qué comer y sobre la gente que come”. ¿Quién se reivindicaba tras ese yo? Según su firma, M.F.K. Fisher; según su partida de nacimiento, Mary Frances Kennedy; y según le confesó a su biógrafa, “la Dorothy Parker de la cocina, la Katherine Hepburn de las artes y letras”. 

Nació el 3 de julio de 1908, contaba que de haberlo hecho el 4, le hubieran llamado Independencia. Sus primeros pasos los dio en el seno episcopal en una comunidad cuáquera de Michigan, aunque su familia pronto se mudó a la progresista California. Recibió una educación cultivada en poesía y mermelada —“todos escribían en mi familia, cinco generaciones en ambos lados, por lo que nunca lo cuestioné, era lo único que podía hacer”—, descubrió las ostras en el internado y pisó diferentes universidades, aunque su verdadera graduación se celebró en cada uno de los mercados, casas de comida, restaurantes, cocinas y bodegas de las ciudades europeas que habitó, urbes pequeñas y medianas desprovistas de la vehemencia de los chefs parisinos. 

 “No me veo como una escritora gastronómica. Yo solo escribo sobre la vida”

M.F.K. Fisher

El yo como eje 

Ese yo que entonó con firmeza en la introducción de su primera obra no solo se adelantaba a la vindicación antropológica de la cocina y la comensualidad, también brindó una alternativa al hasta entonces ‘yo universal’ de la gastronomía. Un yo que se convirtió en su icónico eje narrativo, en la máscara de su cara pública y en el escudo de la privada; pero también en un nuevo refugio para los gastrónomos que aún hoy seguimos sintiéndonos años luz del canónico y caduco prototipo gourmand cuyas “páginas trastabillan y se derrumban bajo un cúmulo de nombres famosos y cada capítulo exhala un tufo, una embriagadora peste a trufas, Château Yquem y perdices a la financière”. 

Aquella obra fundacional formó parte en 1954 de El arte de comer, una compilación de cinco de sus libros (Sírvase de inmediato, ¡Ostras!, Cómo cocinar al lobo, Mi yo gastronómico y Un alfabeto para gourmets) que no ha dejado de reeditarse desde entonces. En 2015 llegó a España gracias a Debate, traducido por Carmen Geronés y Marcelo Cohen, quien retomó a Fisher tras los volúmenes que Anaya y Mario Muchnik brindaron en los noventa. Mención especial al cocinero David de Jorge, acertado prologuista y discípulo que gasta el mismo estilo y desparpajo que la autora, en una introducción que merecería recordarse como una de las mejores piezas gastronómicas de aquel año. 

La historia contada con rigor y malicia 

En Sírvase de inmediato (1937) y ¡Ostras! (1941), la historia comestible se extiende de una manera no académica, pero sí rigurosa, desde las antiguas civilizaciones hasta su presente convulso, y en el caso de la segunda, con el bivalvo como abscisa, referenciando por igual a Plinio que a la Hermandad de Amas de Casa del Mississipi.  

No obstante, sus propias opiniones y vivencias cubren las lecciones como hiedra silvestre, dotándolas de belleza, indocilidad y ritmo. Todo regado de un humor y de una construcción del subtexto que transforman la mera divulgación en narración, con toda la libertad y licencias que esta conlleva. 

La escasez, el hambre y las adversidades de la guerra empujaron a M.F.K. Fisher a escribir en 1942 Cómo cocinar al lobo, obra que corrobora el eterno loop nietzscheano. Lo que antaño oteamos desde el privilegio y la lejanía, hoy lo (re)leemos como contingencia diaria y familiar.  “A menudo es un tema delicado decidir dónde acaba el sentido común y dónde empieza la acumulación”, nos recuerda en el capítulo ‘Cómo no ser una lombriz de tierra’. Una de sus grandes aportaciones fue no abordar la tragedia desde el catastrofismo o la conmiseración; sino desde la dignidad y el ingenio.  

Escritora, a secas 

Un año más tarde, tocó el cielo con Mi yo gastronómico, obra biográfica y soberbia que arranca con la justificación de su literatura: “La gente me pregunta: ¿Por qué escribes sobre comida, sobre comer y beber? ¿Por qué no escribes sobre la lucha por el poder y la seguridad, sobre el amor, como hacen los demás? Me lo preguntan en tono acusador, como si escribiera sobre algo vulgar, como si fuera desleal al honor de mi oficio”. Un oficio que no era otro que el de escritora, a secas: “No me veo como una escritora gastronómica. Yo solo escribo sobre la vida”, confesó en una entrevista.  

Sírvase de inmediato, ¡Ostras!, Cómo cocinar al lobo, Mi yo gastronómico y Un alfabeto para gourmets) integran El arte de comer, una compilación que no ha dejado de reeditarse en todo el mundo

Sin embargo, la escena editorial aún estaba inmadura y el hecho de que la comida fuese la órbita de su literatura le pasó factura para ser valorada como literata. Siempre se han vanagloriaban otras ventanas de la escritura para mostrar la visión de un mundo interior y reflejar el exterior, como el hambre de poder, la sed venganza o el deseo carnal; pero nunca el amor por la comida o por compartir la comida. 

Aquella fue una vindicación constante y sigilosa, como se demuestra en Un alfabeto para gourmets (1948): “por debajo de la angustia de la muerte y el dolor y la fealdad están, brillantes y pacíficas, las realidades del hambre y la vida irreprimible. Es como si el cuerpo, más sabio que su usuario, reclamara aliento y fortaleza y, a pesar nuestro y de las conductas aprendidas, nos urgiese a responder, a comer”. El libro que cierra El Arte de Comer compiló los veintiocho artículos a modo de diccionario publicados en la estelar y extinta revista Gourmet.  

En la edición original, el fragmento citado aparece en la S de sad (tristeza), pero en castellano lo cambiaron por S de sensible. Prácticamente todas los títulos de su alfabeto se modificaron. Un decisión que la autora dudo que hubiera aceptado. 

Es habitual leer que no escribía como las colegas de profesión de su época y es verdad, pero digámoslo todo: tampoco lo hacía como los colegas de profesión. Su manera de narrar fue única y renovadora. Cuando falleció con 83 años, The New York Times sentenció que había creado el género gastronómico, pero a su vez recordó que según Raymond Sokolov “en una cultura que funcionara bien, Mary Frances Kennedy Fisher hubiera sido reconocida como una de las grandes escritoras norteamericanas del siglo XX”, y que para el gran poeta W. H. Auden la suya fue la mejor prosa de Estados Unidos (America’s greatest writer).  

Actualmente, existen dos clases de gastrónomos: los que creen que imitan a Brillat-Savarin y los que soñamos con alcanzar a M.F.K. Fisher. Indistintamente, si en algo coincidimos todos, es que también somos escritores. 

(Foto de portada M.F.K. Fisher. Foto: Bettmann | Getty Images).

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