Jawlensky, el obsesivo pintor de rostros, desembarca en Madrid

Jawlensky, uno de los máximos exponentes de las vanguardias del siglo XX, pintaba rostros con frenesí casi religioso. La Fundación Mapfre descubre su legado

El paisaje del rostro, Jawlensky. Foto: Fernando Villar | EFE.

Cabezas de preguerra, cabezas místicas, cabezas geométricas y cabezas abstractas. Siempre cabezas. Con sus correspondientes rostros. Si hay una línea maestra que defina el trabajo del pintor expresionista Alekséi von Jawlensky es, sin duda, la indagación sobre las facciones humanas. Y es precisamente el retrato el que centra la retrospectiva que desembarca en la Fundación Mapfre.

Desde el 11 de febrero y hasta el 9 de mayo podrá verse la obra de Jawlensky en la muestra, comisariada por Itzhak Goldberg, Paisajes del rostro; en total, más de cien obras que recorren su trayectoria desde los inicios de su carrera en Múnich, pasando por la transformación que experimenta su pintura en Suiza, hasta sus últimos años en la ciudad alemana de Wiesbaden.

El pintor ruso del expresionismo alemán

Nacido en la ciudad rusa de Torzhok en 1864 Jawlensky es, sin embargo, uno de los grandes exponentes del expresionismo alemán junto a sus amigos Vasili Kandinski, Gabriele Münter o Marianne von Werefkin. Fue además uno de los fundadores en 1909 de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich (Neue Künstlervereinigung München) y se movió en la órbita del colectivo El Jinete Azul (Der Blaue Reiter), aunque se puede considerar que nunca llegó a abrazar de forma plena la abstracción.

Princesa Turandot, 1912. Foto: Zentrum Paul Klee, Berna.

La exposición, según el conservador de pintura de Fundación Mapfre, Carlos Martín, permitirá al gran público reencontrarse con un autor menos conocido que alguno de sus compañeros de filas como Kandinsky, pero que sí ha gozado de mucha popularidad en Estados Unidos, de donde vienen la mayor parte de los cuadros de esta muestra. “Nos hace mucha ilusión que pueda ser un descubrimiento para mucha gente”, añade.

De hecho, en España, la última ve que pudo verse una gran retrospectiva dedicada al artista en España fue hace dos décadas en la Fundación Juan March.

Jawlensky es autor de una obra basada en series y regresos casi obsesivos, en conexión con el lenguaje musical, un ámbito que inspiró a numerosos artistas de su época

Su obsesión: el rostro humano

Sus enigmáticos retratos, que pintaba con un impulso casi religioso, han convertido a Jawlensky en un pintor singular con una herencia única. Su indagación sobre las facciones humanas se traduce en retratos de vibrantes colores y fuerte expresividad fácilmente reconocibles.
“No se fija tanto en retratar a la persona como en captar algo mucho más enigmático”, explica Martín. “La religiosidad siempre está ahí, él busca el rostro del icono religioso”.

En toda la producción de Jawlensky subyace una búsqueda espiritual, casi religiosa, que lo convierte, desde los primeros años del siglo XX, en uno de los más destacados impulsores de un lenguaje libre y expresivo en el que forma y color sirven para manifestar la vida interior.

Cabeza mística: Anika. Foto: ©Martinus Ekkenga.

Arte y religión

Algunas de sus últimas obras, las Meditaciones, ejemplifican a la perfección cómo consigue unir dos ámbitos que siempre se han considerado excluyentes en la historia del arte: la figuración inherente al icono y la ejecución formal de este, la abstracción.

Sus compulsivas series de ‘cabezas’ ponen de manifiesto una constante tensión entre la plasmación de la imagen del individuo y la reducción del mismo a un arquetipo

Respecto a su insistente indagación en torno a la faz humana, el propio Jawlensky escribió: “Sentía la necesidad de encontrar una forma para la cara, porque había entendido que la gran pintura solo era posible teniendo un sentimiento religioso, y eso solo podía plasmarlo con la cara humana”.

Para los responsables de la muestra, esa tenacidad de Jawlensky en el trabajo sobre el rostro nos resulta hoy especialmente significativa cuando, por las circunstancias sanitarias actuales, se nos presenta velado.

Variación: El camino, madre de todas las variaciones, 1914. Foto: Alexej von Jawlensky | Archiv S.A., Muralto.

Procedente de una familia acomodada rusa, el destino de Jawlensky era el ejército. Sin embargo, el contacto con la pintura en una exposición celebrada en Moscú en 1880 cambiaría su destino. “Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol San Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma”, explicó en sus memorias, que dictó cuatro años antes de su muerte en 1941.

El artista que dibujaba pintando

Su técnica es muy particular: no dibuja lo que va a pintar previamente, “dibuja pintando” y usa colores fuertes que no se corresponden con la realidad, muy saturados, casi fluorescentes.

En toda la producción de Jawlensky subyace una búsqueda espiritual, casi religiosa

La combinación tiene como resultado una expresividad muy especial: “Es su sello personal, da expresividad a una figura que en el fondo no la tiene. El busca el rostro con mayúsculas, lo que nos une a todos”, apunta Martín.
Aunque el retrato represente el grueso de su obra, Jawlensky tocó otros géneros a lo largo de su carrera, como los paisajes y las naturalezas muertas en sus primeros años, con influencias de Iliá Repin o Van Gogh.

Es a partir de 1903 y una estancia en París (allí conoce a Cézanne o Gauguin) cuando el color invade -o arrasa- su obra. Sin embargo, quizás sea Múnich -donde reside desde 1896- y donde conoce a algunos de los artistas más influyentes de la vanguardia durante la primera mitad del siglo XX, el lugar que más le marca.

Cabeza abstracta: Luz roja, 1926. Foto: Don Ross.

Cabezas

Los trazos van siendo cada vez más seguros y, la fuerza del color, demoledora. Su expresividad aumenta mientras trata de llevar hasta las últimas consecuencias su búsqueda formal y cromática. Sus rostros, con el paso de los años, llegan a cancelar todo rasgo de dimensión psicológica y, aunque aún pueda distinguirse la edad o el sexo del retratado, se dirigen a la despersonalización y reducción a lo esencial.

Sus Cabezas de preguerra son series de bustos de colores chillones y brillantes; rostros de ojos abiertos casi desencajados, fuertemente perfilados y de pupila marcada que atraviesan al espectador sin mirarlo, como si el artista buscara algo que está más allá del hombre.

A partir de 1913, sus cabezas evolucionan: los colores comienzan a tirar hacia el marrón y el ocre, las barbillas se afilan, los ojos y la nariz son cada vez más angulosos. En 1915 se inicia la serie de Cabezas místicas inspiradas por su musa y representante Emmy Scheyer caracterizadas por rostros ovalados que presentan una nariz ya definitivamente reducida a una forma de ele y la boca sugerida por una simple línea.

Las series Rostros del Salvador y Cabezas geométricas continúan esta línea, cada vez más próxima al icono, el primer motivo de sus obras y al que vuelve en su última etapa porque, tal y como él mismo señalaba: “A mi modo de ver, la cara no es solo la cara, sino todo el cosmos […]. En la cara se manifiesta todo el universo”.

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